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ra? .. . Pues el silbo recio o el guijo intemperante,

arrojado por la honda pastoril, que enderezará las

displicencias del ganado ...

Eil. desierto se prolonga por l eguas y

l eguas.

¿Dónde hay pastos? ¿Dónde está el nacedor cris–

talino que borbotea entre los riscos?

Lo

ignora a

veces el llamero; pero sabe la bestia de sus yerbas

frugales

y

del fre co manantial. Cuando la nieve

de las montañas hincha el torrente y rebalsa los

ríos, pastos j ugosos medran al borde de l as serra-

. nías y en los valles . Meses de bonanza y de l abor

han llegado para l os arrieros. Los establecimientos

metalíferos, descongestionan sus barracas, y vuel–

can los ricos pedernales, barrillas y lingotes so–

bre el lomo de las recuas, r umbo a los puertos

y

a las estacione . Doscienta , qu.inienta , mil lla–

mas suelen for ar la tropa. Para ellas no hay tor–

zales,

ni

d1e tros, ni jáquimas que embozalen su

hocico, ni fi

'ros que defiendan su pezuña de los

pedruzcos

y

a e car a . Para ellas no hay tempo–

rales,

ni

nevazones, ni rachas crudas, L.i escarchas .

Los indios van detrás devanando su ovillejo o en–

sayando un "kaluyo" en su chifle de caña . ..

Si hablaran l os viejos caminos del Potosí men–

tado, al Collao y Arica, fantásticas leyendas con–

tarían al viajero, de

las nut r idas caravan as que

cruzaron la callada meseta, ensilladas de pastas de

rosicler, para aureolar la corona de los Felipes y

de los Carlos . . .

''Treinta mil ducados, he visto

yo, -

dice el padre

J

osepho de Acosta, -

en

más de dos mil barras sgbre el lomo de estos car–

neros''.

La leyenda de la Cólquide, no ha pasado toda–

vía. La plata de P otosí, que abrió al aventurero