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ue

sus "yaravíes"

y

de su recital. Se esfuerza la

estética en suavizar los perfiles de aquellas lenguas

recias; se impone la métrica rigurosa, como un tra–

sunto del viejo romancero español, y la armonía

busca en el efecto rimado, recursos sugestivos para

despertar el ingenio de la nación.

La reforma barrió bien pronto con aquella inci–

piente literatura de la meseta. Un siglo de

con–

quista fué suficiente para que se operru;-a la trans–

formación fonética del verso, l a coreografía episó–

dica y hasta el ritual de sus l eyendas. De la sim–

pleza cerril de las composiciones, se pasó al verso

rítmico, interpolado de quechua

y

español.

Y

no

solamente fúé contextura! la reforma: fué subje-

tiva. Se trab

el •Concepto

y;

Ja -erupción.

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de las raz s.

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l)inalachi"

no es otra os

e u diálogo mu ical

y

bailable,

calafateado o compuesto por algún fraile de la

gran 'Compañía. "Ollantay", el espécimen más

acabado de la literatura indo-española, es, como

con toda erudición lo hace notar Mitre, contravi-

, niendo la doctrina de Pacheco Zegarra

y

otros que–

chuistas, "un drama de capa y espada", de corte

infanzón y apuntalado en la técnica de Calderón

y Lope. Pese al localismo de sus apologistas,

"Ollantay "'' es pieza española en el fondo

y

en la

forma. Su arquitectura general, el movimiento y

la calidad de sus personajes, el tono de su versifi–

cación, el mismo recurso pasional, tan en boga en

el teatro español del siglo XVII, son elementos que

ponen en claro su médula genitriz. Y por cierto