FERNANDO CHAVES
día en ·fluvia de oro, deleitosamente, por los surcos brunos
de la tierra feraz ....
Manuela seguía apoyada en el lechero llorando.
Se contraía su cuerpo con estremecimientos angustio-
sos.
Bella silueta la de la longa.
Alta y fina, de prietas carnes morenas, ceñíase el ta–
lle mórbido con numerosas vueltas de la faja multicolor; .
cubría sus puros flancos de bronce con la camisa nívea de.
lienzo, que asomaba por la abertura vertical del anaco de
bayeta azul oscuro, que descendía dejando al descubierto
el
nacimiento de la pantorrilla firme y bien formada.
El
busto erguido, poderoso, ostentaba el florecer pujante de
las ocres magnolias de los senos, aprisionados por el buche
de la camisa, bordado con hilo rojo.
Sobre los hombros
se ufanaba la listada fachalina que ondeaba al viento frío
de la serranía, revelando los brazos redondos y macizos.
En el pecho túrgido y abovedado y las muñecas tostadas,
esplendían hileras de coral falso y de vidrios polícromos.
Al llorar la india, con el rostro oculto entre las ma–
nos, parecía una exótica estatua del dolor, una cobriza
Niobe virgen.
La Marica se acercó, y entre lágrimas y sollozos agu–
dos, recordó a la Manuela su deber de ir a la hacienda.
Aquella serenóse. Dejó de llorar y su boca pequeña y de
un rojo intenso de flor de guanto, se contrajo en la supre–
ma mueca de la resignación ante lo
irremediabl~!.
Se
pasó por los ojos el borde de la fachalina, abrazó a la Ma–
rica y empezó a caminar por el único sendero que llevaba
de la choza al valle que abajo sonreía iluminado por el
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