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pegóse al oído ele Don Ernesto, y terminó, daremos caza

a los otros dos asesinos.

Salió Zamora. Po:::os instantes de pué se

pr ~sen­

taha .\ntonio con los peone y el equipo solicitado.

-Que no nos siga ninguna mujer- indicó Martínez,

viendo a

1~

esposa del mayordomo y a Emilia que se dis–

ponían a incorporarse a la caravana.

-~o

sería mejor que se quedara. Do:1 Ern esto?–

aconsejó

J

zquieta.

- -Oh.

no-t·epuso convencido el buen señor. Iría

al in fiemo a buscar los cuerpos escarnecidos ele mi her–

mano

y

ele mi primo.

-Vamo -dijo Martínez.

-Listos-contestó Don Antonio. anclando.

El indio. puesto esposas en la muiieca y atado los

brazos. caminaba entre los detectives.

-Por dónde?

-Salgamos a camino-dictaminó el indio.

Fueron a él. Por e pacio de una treinta cuadras

siguieron la YÍa, luego a una indicación del criminal,

abanclonáronlo para tomar un sender;to diagonal de un

__.....r.g.2_!Y6jo

de maíz que caía a la vertiente del arroyo.

J

Por su lecho avanzaron penosamente una gran dis–

tancia. Cerca de una hora. El arroyo confluía con

otro, antes de de emhorcar en una coniente de agua que

podía llamarse río. El río cavó en la hoya una cuenca

profunda·

y

sus amplísimas márgenes arenosas se espa–

ciaban en la sombra ele la noche con medrosas siluetas.

Por un ¡mentecillo pasaron a la margen derecha .

.\ más del murmullo del río_sentíase uq rumor sordo