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FERNANDO CHAVES
Las nubes - siluetas en tinta china ele monstruos fabulo–
sos-volaban en un cielo escarlata, ele fragua, con bordes
azulados . . . .
·
Celina miraba
el
ocaso con una tri steza absorbente.
Suspensa, con los codos en la balaustrada ele la azotea, per–
manecía inmóvil.
Hugo a su lado se esforzaba en vano por reanudar
una deshilvanada cháchara. La maestrita casi no contes–
taba. El agresivo paisaje tardecino le atraía. Hugo le
fastidiaba. El entretenimiento ele Raúl con las dos cho–
las, tan fumas . ya como el señorito, le encendía fugitivas
luces coléricas en las pupilas
extasiacl~s
y un rictus de re-
f
pulsión en la boquita breve.
· Hugo comprendió que Celina pensaba en irse. Se
le escapaba ele las manos esa halagüeña conquista. Por
su torpeza imponderable la maestrita no se enredaba en
sus amorosos lazos. Al pensar en la derrota, una larga
onda de rabia le enfriaba las entrañas y le subía, ya en
marea encalidecida, al rostro
rubi~tmclo
por las libaciones
copiosas.
El chocante vocerío ele los indios no cesaba. El
"toro de la oración" cometía desafueros. En la penum–
bra, su ágil figura diabólica daba saltos, brincos tremen–
dos echando siempre al suelo algunos cuerpos achocola–
tados.
Aún circulaba el aguardiente. La beodez de los in–
dios llegó al colmo. Se tumbaban en la arena del patio,
inertes, y el toro se cebaba e'n los cuerpos dormidos, estru–
jándolos· sin piedad.
Al fin el mayordomo mandó recoger el ganado.
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