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FERNANDO CHAVES
La maestrita era alhaja.
Morena y esbelta. cuerpo de ofidio que cimbreaba al
anclar como un junquillo de las peñas. Crenchas negras
y
rizosas orlaban el óvalo purísimo de la faz ele un blanco
mate de cera en el que flameaba la boca roja y pequeña
como una fresa minúscula. Ojos vivos, alucinantes en su
negror extraño, resplandecían de consciencia. Perfume de
juventud y sana alegría emanaba de la silueta armónica.
Raúl se apresuró.
-Señorita, celebro el conocerla. Raúl ele Covaclonga,
un admirador ele sus gracias, ele hoy para siempre. Sea
bienvenida a mi casa que se honra acogiéndola.
La chiquilla se detuvo a examinarle unos segundos.
Quiso sorpremder en la mirada ele Raúl la confirmación del
leve acento de ironía que creyó percibir en las palabras .del
JOYen.
Pero el hacendado se mantuvo sereno.
Repuso prontamente.
-El honor es para mí. Celina Estrella, una servidora
uya.
onreía con donaire inimi"table descubriendo los
clientes afilados y blanquísimos.
-Entren ustedes. Rita, cómo estás?
-Bien ño Raulito. gracias. Y usted cómo se ha con-
servado?
Entraron a la sala.
-Mi primo. Mi tío-dijeron el mismo rato Celina
y
Raúl, presentando éste a Rugo, y a su acompañante la se–
ductoFa maestrita.
El tío de Celina era un hombre ele bastantes años. Ca-
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