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HORACIO H. URTEAGA

tronco español, quiso tomar la vida de un organismo enfar–

mo, exponiéndnse a los estragos de la anemia; quiso vivir

en tierra ajena y respirando ideales exóticos, por esquivar

la nutrición que le daba el fecundo suelo de América y el rico

ambiente de nuestra propia historia.

Falsedad sería asegurar que Lima se regocijó con la

independencia.

La nobleza, que aquí era nutrida como en

ninguna ciudad de América, no había de ufanarse de la proxi–

midad de su derrota, y hasta las clases medias y el pueblo, ape–

nas si mfraron a los llamados

libertado1·es

con cariño. Si se

ansiaba la proclamación de la independencia era más por no–

vedad que por convicción, más por el deseo de ver los efectos

de la nueva forma, que por ser ésta adelantada y perfecta.

Esa agitación de noveleros y de atolondrados, de nobles que

amaban la soberanía democrática p:n·que ya aspiraban la pre–

sidencia de la República,

y

de soldados voluntarios que en

el nuevo régimen tenía seguro el mariscalato, fué lo que un

momento desorientó a La Serna y lo decidió a abandonar Lima

a las tropas de San Martín. E ste ingresó en la ciudad sin rui–

dos ni ostentación. La capital del virreinato no p'Odía sentir

alegría por la llegada de la patria, con la que había de perder

sus privilegios y sus coronas. San Martín proclamó la inde–

pendencia y luego principió a petrificars-e. Tarde comprendió

La Serna su yerro de abandonar Lima ; cuando mandó a Can–

terac para que recuperase la posesión perdida, el general

realista vaciló en el asalto; pero paseó por las goteras de Li–

ma e hizo sonar las trompetas españolas en los oídos de los

patriotas. Mucho se ha criticado a San Martín su inmovili–

dad y su apatía en esa hora de provocación. Sabe hoy la His–

toria, que su inacción fué el mayor golpe al partido realista

y anti-revolucionario, que conspiraba entre los muros de la

ciudad.

Pero los hechos se consuman, y no obstante los quebran–

tos y fracasos del año 23, el 24 se sella la independencia,

y

la Ciudad de los Reyes tien ::i que ser la capital de la Repú–

blica democrática, cambiando definitivamente su nombre por

el antiguo que le dieron los indios.

Fanática en religión, que es una forma de ser monar–

quista en política, Lima ha sido centralizadora y absorbente,

y como el régimen gubernativo, anti-científüco, desconoció