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RICARDO ROJAS
vecino, cuando noté de pronto gestos de curiosidad
en los circunstantes parroquianos. Callaron todos. Fué
como si algo insólito acabase de ocurrir, tan impercep–
tiblemente, que ni siquiera pude irnaginarlo. Esto coin–
cidió con la presencia, para iní trivial, de un hombre
y
una mujer que llegaron juntos. Hubiérase dicho uno
de esos instantes de Mreterlinck en los cuales el silen–
cio se hace profundo,
y
el alma presiente la proximidad
del misterio.
Nada de extraordinario ofrecían
á
mi a lención· aque–
llos desconocidos. Veslían ambos de luto. Él, -
rostro
de barba obscura,
y
corpulento de silueta, -
gastaba
chiripá de pa
- tí>
,
hambergo alado
y
botas. Ella,
cabeza de
uj ba en penl[lmbras ele viuda, su
risc.a. Deseaba ocultarse, pero
descubrí en su m-irar la misma expresión rehacia, que
brillaba también, como traición del alma, en los ojos
del gaucho. Provistos de hierba, tabaco, lienzo
y
azúcar,
marcháronse los dos hasta el portal del patio, donde
un frondoso tala prestaba sombra
á
las cabalgaduras
de los clientes. Enalforjaron los artículos,
y
extendieron
nuevamente el pellón, antes doblado para proteger del
sol el apero. Desatado el cabestro,
y
ella montada en
ancas, según la usanza criolla, se aviaron, paso
á
paso, por la anfractuosa vereda que se internaba en el
bosque, á la deriva del camino real. ..
Una vez idos, preguntó ini in terlocutor :
-
¿
Los ha visto
? -
renovando la plática.