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CAPÍTULO XXVI

371

a la del enunciado doctor don Diego, en fin de pregar en

su compañía a Dios por la evasion de aquel peligro, (co–

mo lo hizo)

y

que despues de serenada, habiendo vuelto

en compañía de dicho doctor a la carpa donde estaba el

citado don Diego con el referido frances, entraron dicien–

do: gracias

a.

Dios, que nos hemos librado de esta tempes–

tad; a que respondió don Diego diciéndoles si habían

estado rezando,

y

respondió el declarante que sí,

y

para

cuyo efecto se habia apartado,

y

que a ésto dixo el

mencionado frances., cuya estatura es proporcionada, gor–

do, carifarto, de barba copiosa, cerrada

y

rubia, blanco,

chaposo

y

nariz roma, labios gruesos, ojos grandes

y

tra–

viesos, con una señal de cuchillada en la quijada izquier–

da hasta el estren1o de la boca: en vano se cansan ustedes

en rezar, pues, como he dicho, no son capaces los hombres

con sus oraciones de hacer que Dios derogue lo que una

vez tiene determinado; a que el mencionado doctor se le

opuso con razones

y

tambien el declarante, diciéndole que

si la ira de Dios no se aplacase con las oraciones

y

com–

puncion de los hombres, serian vanas

y

inútiles las que

nuestra Santa Madre Iglesia nos enseñaba, los conjuros

y

demas remedios que ordenaba, con cuyo uso les habia

persuadido muchas veces la experiencia, su eficacia;

y

que

a todo respondía el mencionado frances haciendo fizga

y

menosprecio,

y

conforme se iba hilando la declaracion.,

engarzaba sus errores diciendo que no tenia el Pontífice

facultad para conceder indulgencias,

y

que éstas eran una

quimera

y

patarata, como el que el Papa fuese cabeza

universal de la Iglesia,

y

que a éste se le debiese obedien–

cia, pues no era posible el que a un solo hombre se le

sugetasen tantos,

y

mas cuando éste concitaba tropas a

favor de unos príncipes o monarcas contra otros. Y que

habiendo todos los circunstantes, con las ra9ones de que

podian

y

les dictaba su christiandad, impunándole sus

detestables errores, hacia fizga y menosprecio de todo,

concluyendo con decir, ah! si ustedes leyeran los libros

escritos en idioma frances que yo he leydo, qué bien se

desengañaran ustedes; a lo que el declarante le dijo:

munsieur, esos libros no deben de leer los católicos, ni

nuestra España los admite, porque tenemos un Santo Tri-