CAP. VII-FUNDACIÓN DEL SANTO OFICIO
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Un siglo cabal después de estampadas las ante–
riores palabras, otro escritor no menos famoso en
Lima que el que acabamos de citar,
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doctor don
Pedro de Peralta Barnuevo, declaraba, por su parte,
que aquel 'rribunal «fué un sol á cuyo cuerpo se
redujo la luz que antes vagaba esparcida en la es–
fera de la religión. Es ese santo Tribunal el pro–
pugnáculo de la fé y la atalaya de su pureza; el
tabernáculo en que se guarda el arca de su santi–
dad; la cerca que defiende la viña de Dios y la
torre desde donde se descubre quien la asalta; el
redil donde se guarda la grey católica, para que no
la penetren el lobo del error, ni los ladrones de la
verdad, esto es, los impíos y herejes, que intentan
robar á Dios sus fieles. Es el río de la Jerusalen
celeste, que saliendo del trono del Cordero, riega
con el agua de su limpieza refulgente el árbol de
la religión, 9uyas hojas son la salud del cristianis–
mo. Sus sagrados ministros son aquellos ángeles
veloces que se envían para el remedio de las gen–
tes que pretenden dilacerar y separar los sectarios
y los seductores: cada uno es el que con la espada
del zelo guarda el paraíso de su inmarcesible doc–
trina y el que con la vara de oro de la ciencia mide
el muro de su sólida firmeza.>>
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, Pintando el beneficio que llegara á realizar en
las vastas provincias sujetas á su jurisdición, aquel
cronista agregaba: «Á. los Inquisidores, más be-
Alcázar en que vive á lo seguro
Ornada virgen, virgen española,
Sin cuyo abrigo fiel, hecha pedazos
Hoy la trujeran mil herejes brazos!
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Relación del auto de
fé,
etc.,
Lima, 1733.