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tra evidente de que hemos andado un largo camino ha–

cia la libertad de la Iglesia?

inguno de nosotros deja

de conocer que. treinta años antes, este Congreso hubie–

ra sido imposible.

Si Dios permitiera, señores,

á

Voltaire y á sus discí–

pulos y á los ilustres ministros de Carlos 1II y de Luis

XV contemplar el cuadro que acabo de bosquejaras, sen–

tirían la cruel tortura de un desengaño humillante. Lo

inexplicable es que no aprendan en este libro abierto los

enemigos de la Iglesia. Pero, así está bien; para que res–

plandezca la virtud ele los justos, para que se colme la

medida de la Divina Justicia. Así está bien , señores: que

la Iglesia padezca baJo el poder de Poncio Pilato, que la

crucifiquen, que la crean muerta y sepultada, para que

los ángeles alegren la tierra con el canto de gloria de la

resurrección: •'resucitó al tercero día."

Y si preguntáis á los impíos de todos los tiempos por

qué se empeñan en combatir á la Iglesia y encadenar su

libertad, os contestarán: que es necesario reprimir su in–

saciable apetito de dominación. Y bien, señores: yo os

digo que está en su derecho, porque dominar es el carác–

ter propio de toda verdadera grandeza. Domina el Sol

en el sistema planetario, que alumbra con su luz

y

rige

con su atracción; domina el talento en el campo de las

inteligencias; domina la virtud en el orden moral; domi–

na el arte en el cielo ideal de la belleza; domina la elo–

cuencia con el irresistible poder de la palabra. La Igle–

~ia

tiene todos estos títulos á la dominación por la sabi–

duría de su doctrina, por la santidad de su moral, por la

incomparable hermosura de su liturgia, por la abnega–

ción de su caridad y por su heroica constancia en la tri–

bulación. Por todo esto domina

y

dominará siempre en

toda la extensión del espacio

y

en todo el curso de los

siglos

(13).

Dejádme decíroslo, oh enemigos de la Iglesia : os do–

mina soberanamente á vosotros y reina sobre vuestras

conciencias, cuando ponéis ligaduras en sus manos

y

ca–

denas en sus piés, y arrojáis la blasfemia sobre su rostro

virginal, y derramáis la sangre de sus venas; porque, en–

tonces, siente condensada, en su grande alma, la pleni-

(13) Salmo 71. v. 8.