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DOJMINGO

QUINCE

lilea,

a

dos millas del monte Tabor , entre la

~alilea

y

la Samaria. El día de hoy está enteramente arrui–

nada ;

solo

han quedado unas pocas casas habitadas por

algunas familias de árabes sumamente salvages. Acercán–

dos

., pues, el Salvador

a

aquella ciudad, vió una infini–

dad de personas que acompa ñaban el entierro de un jóven, ,.

hij o único de una vfüda. Aquí

fué

donde aquella palabra

todo poderosa, que el dia ántes babia sacado del

lecho

a

un paralítico , hizo. salir

:l

un muerto de las andas. No es

el acaso-quien hace que el Salvador encuentre

a

este jó–

ven que

l!evar.i

a

enterrar ; su

bondad

es

quien

le hace ir

a

buscarle para darle la vida. A este modo, esos

acciden–

tes improvisos que convierten

a

fos pecadores

quando

están

en lo,mas fuerte de sus desórdenes,

y

quando

~os pie~n

.en ello·, de ningun modo son improvisos, ni acaso, respecto

de Dios. Su providencia los ha ordenado para nuestra sal–

vacfon,

s·iguiendo en todo los designios

de

su misericotdia.

H abiéndose llegado Jesus, vió todo aquel fúnebre apa–

rato.

Los llo-ros de una madre sumamente afligida por la

pérdida de un hijo que era todo su consuelo

y

toda su es–

peranza , le

penetráron

el corazon.

No pudo

ver

la bañada

en lágrimas

y

soll9zos sin enternecerse

y

moverse

a

com–

pasion ;

y

encarándose con .aquella desconsolada madre,

Ja dixo: No llores, consuélate, cese el motivo de tus lá–

grimas

y

de tu dolor, pues voy

a

resucitarte

a

tu hijo. A

estas palabras se paráron los que. llevaban las andas,

y

todo el acompañamiento: todos ponen los ojos en el Sal–

vador, cada uno aguarda quál será el efecto de su pro–

mesa: llégase Jesus a las andas, y p0ne en ellas su mano.

Parándose por respeto los que las llevan, aguardan

admi–

rados qué era

lo

que iba

a

hacer. La expectacion de un tan

gran prodigio suspende todo sentimiento de dolor : ca- .

llan

todos ;

y

entónces el Salvador , encarándose al muer–

to, le dice co.n un tono imperioso: Mancebo, levántate,

yo

te lo digo. Levántase el ·mt1erto al instante,

y

se sient:a:

mira ªquel lúgubre aparato

y a

quantos están al rededor

de él,

'y

empieza

a

hablarles

con la mayor sincericlad; pe–

ro su mayor ánsia era darle la's gradas

a

su bienhechor.

D esciende de las andas,

y

va

a

postrarse

a

los pies de Je–

sucristo., de cuya omnipotente boq.dad acaba de experi–

mentar .una

prueba tan

clara

y

tan estuEenda ; pero el

·sal-