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DOMINGO OCTAVO

El mayordomo de nuestra parábola, viéndose perdido

sin remedio, dixo:

i

Que será de mí ahora, que mi amo

me va

a

quitar el

manejo

de su

hacienda~

z

Que partido

tomaré?

i

Por

ventura me

pondr.é

a

trabajar las

viñas~

Pero no

me

hallo con fuerzas bastantes

para

cavar

la

tier–

ra: tengo vergüenza de echarme

a

pordiosero;

y'

y

a no

estoy en edad de aprender oficio.

En

esta extremidad le

ocurrió un medio ingenioso, aunque injusto, de quedar

bien aun quando el amo le echase de casa. Se resolvió

·a

hacer amigos

aunque

fuese

a

expensas '

y

con dispendio

de

la hacienda de

su

amo,

a

fin

de

hall~r

siquiera

un reti–

ro honrado en casa de

el1o~

, en caso de perder su em–

,pleo. Habiendo, pues, hecho venir los deudores de su amo,

cada

uno

separadamente, les preguntó

a

cada

l.

o en

, r-.

ticular

a

quánto ascendia su deuda: uno respondió qué

debía cien b:trriles de aceyte; otro que cien medidas de

t rigo. Dióles

a

UHQ

y a

otro sus respectivas obligaciones;

y

les hizo

hacer

una nueva, en

que

reduxo los cien barri–

les de aceyte del primer deudor

a

cincuenta'

y

las cien

medidas de trigo del segundo

a

ochenta. Por este medio,

aunque

injusto, se aseguró un recurso en caso de

n_~ce­

sidad en casa de los que acababa de gratificar; lo que ha–

biéndolo sabido el amo, no pudo ménos de admirar Ja

agudeza de su mayordomo , el que habia sabido proveer

tan bien

a

su seguridad'

a

expensas de su amo: alabói e

por haberse manejado con tanta habilidad,

y

por habe r ,

mirado tanto por sus intereses particulares

y

por su sub–

sistencia.

Todo

esto, concluye el Salvador hablando

a

sns

discípu los.,

y

en persona de ellos

a

nosotros, todo esto

demuestra que las gentes del mundo, que los hijos de es–

te siglo corrompido son mas hábiles, mas astutos, mas vi–

gilantes, mas activos, mas atentos para llevar al cabo sus

designios, .para enriquecerse, para subir, para prevenirse

contra una desgracia, que los hijos de la luz para asegu–

rarse una eterna felicidad.

r

Que vergü enza estar obliga–

dos

a

servirnos de esta comparacion, de esta contraposi–

cion de conducta para excitar nuestro zelo

!

¡

Que sea pre·

cLo que no se nos diga que hagamos por los bienes eter–

nos, lo que hacen los mundanos por unos bienes

caducos

y

perecederos! ¡Y que hagamos siquiera para salvarnos,

lo que hacen estos todos los días para perderse!

Fácite

vo-