REVOL CJÓN DE JNGLA'l'ERRA.
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de pinturas,
y
que adornaban multitud de caprichosos
trabajos de talla. El servicio relig ioso e efectuaba ma–
ilana
y
tarde en una capilla que había sufrido g randes
desperfectos por la violencia de los reformistas ·y aun
más de Jos puritanos, mas que con todas estas des–
ventajas era un edificio de singular belleza, el cual en
nuestro tiempo ha sido restaurado con rara inteli–
gencia y gusto. Los espaciosos jardines
á
la orilla del
rio eran notables por la corpulencia de los árbol es,
entre los cuales, á manera de torre, sobresalía una de
las maravillas vegetales de la isla, una encina gigan–
tesca, anterior en más de un siglo , á lo que se decía,
al más antiguo colegio de la Universidad.
Según los estatutos del establecimiento, los Reyes
de Inglaterra y los Príncipes de Gales debían alo–
jarse en su recinto. Eduardo IV había habitado el
edificio cuando aun no estaba terminado. Ricardo III
había
t~nido
alli su corte, había asi tido á las dispu–
tas escolásticas, había dado fiestas reales y había me–
jorado la buena mesa de sus huéspedes regalándoles
ricos venados de sus propios bosques. Dos presuntos
herederos de la corona arrebatados por muerte pre–
matura, Arturo, hermano mayor de Eorique VIII,
y
Enrique, hermano mayor de Carlos I, habían sido
miembros del colegio. Otro Príncipe de la sangre,
Ql último y el mejor de todos los arzobispos católicos
de Canterbury, el bondadoso Reinaldo Pele, había es–
tudiado allí. En tiempo de la
gu~r~a
civil, Magdalene
Coll ege se había mantenido fiel á Ja causa de la Coro–
na. Allí había establecido Rupert su cuartel general,
y muchas veces habla resonado en los tranquilos
claustros el toque de botasillas de sus trompetas lla–
mando á sus soldados á la pelea. La mayor parte de
los profesores eran eclesiásticos, sólo podían ayudar
al Rey con sus oraciones y su dinero; pero uno de