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setil se ofrece de una desolación inmensa:

escueto, seco, yermo. Apenas, como toques

secundarios, se insinúan el caserío indíge·

na, las manchas arbóreas, las fajas cromá–

ticas del sembrío. Aquí nació la leyenda

del pueblo triste: al medio severo, elemen–

tal, de una economía arquitectónica rayana

visual. La montaña se agita en la tormenta

gravitante de sus formas: irradia fuerza,

irradia virtud. Obsequia una gama ricamen–

te variada de luces, de sombras, de con–

trastes. No hay quietud, no hay mudez en

este aire altiplánico maravillosamente seco

que escamotea perspectivas, se adelgaza y

En las orillas del Lago Titicaca.

en la pobreza, debe correspond·er el pobla–

dor hosco y melancólico. Doble falsedad;

no hay pobreza ni tristeza tales. Sólo gra–

vedad, concentración. Suelo y raza se pre–

sentan como son: honestos y veraces, libres

de artificio. Pocos alcanzan la hermosura

monoteísta. del paisaje y el natural recogi–

miento de su poblador.

¿Qué no habla este paisaje? ¡Si es todo

lenguas!

La meseta andina vibra, ondula, despide

energía a los cuatro puntos del horizonte.

Su cielo no hay que verlo aislado, en la

hondura metafísica que absorbe y disuelve,

sino en el juego seductor con que se envuel–

ve a las cosas, las ciñe, las destaca, las es- .

conde, las muda de apariencia, les sirve de

telón de fondo, las azula d·e su propio júbilo

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sutiliza, y con mano finísima apFoxima

bultos y contornos: todo

ac~sa

la inminen–

cia de sus formas. Y al fondo la cordillera,

siempre colérica de líneas, potente y alta–

nera siempre.

El altiplano estalla de energía.

Por esta extensa mesa de paños ocres,

pardos, violetas, grises, el ojo no tarda en

descubrir la oculta variedad del medio

fí–

sico. Tierra tendida y ancha, que todo lo

refiere a su absorbente poderío. Sobria,

adusta, soledosa. Pero la tierra es también

múltiple y diversa, nada se pierde en la

palpitación de sus diferencias. Un cosmos

vivo humaniza la escena. La planicie ras–

gada de caminos. Falta el esmalte platea–

do de los ríos. En cambio la vivienda hu–

mana se d·elata por doquier: pueblitos, ca-