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LA C I U D A D DE LA S C I U D A DE S
SUELO Y RAZA. INFLUENCIA TELúRICA DE LA PAZ
EN EL HOMBRE ANDINO
p_o r
FERNANDO DIEZ DE MEDINA
L
dependencia del hombre con relación
al suelo que lo contiene, es hecho in–
memorial.
Los antiguos admitían profundas conexio–
nes entr·e la naturaleza exterior y el espí–
ritu humano, reconociendo
el
juego recí–
proco de morada y poblador. Observando
dónde vive el hombre y cómo vive
el
hom–
bre, se pudo casi siempre determinar quién
es el hombre; porque la criatura ligada al
suelo es tierra ella misma, hechura de su
medio circundante. Según se pres·enta su vi–
vienda natural, su zona geográfica, así tam–
bién se conforma y tipifica el habitante que
la ocupa. "Genius loci" -dijo el clásico.
En el alma de la raza se aposenta el genio
del lugar.
Esa lucha secular entre medio y pobla–
dor, que se resuelve en suprema simbiosis
física ' y espiritual, nunca fué mejor analiza–
da que en nue_stro tiempo. El concepto
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'tainiano" purament-e geográfico, ha .sido
superado por los investigadores modernos.
Estudios psicofísicos enseñan que no es el
hombre el solo constructor de su vivienda,
ni el medio geográfico el solo forjador de su
habitante. Hoy sabemos que suelo y hom–
bre trabajan en común, conmoldeándose y
transformándose recíprocamente. Y cuando
Hellpach inventa el vocablo "geopsique"
-alma determinada por la tierra- expre–
sa simbólicamente la unidad indivisible de
hombre y suelo.
ALTIPLANO
El altiplano sobrecoge por su fuerte ar–
quitectura: montaña, cielo, meseta. Estos
tres elementos se articulan en interna e in–
destructible unidad: sobrios, viriles, osten–
tan severidad de templo dórico.
¿Qué sería del altiplano sin sus montes
poderosos, sin su ci-elo de porcelana azul,
sin la mansa angustia de sus planos dilata–
dos?
Quien no frecuentó la economía natural
del paisaje, se resiente de monotonía. Ese
azul purísimo que se comba sobre el hori-
. zonte y que visto rápidamente alegra, cuan–
do el viajero es moroso y se sumerge en su
hondura desasosiega. Intenso, profundísi–
mo, finge un mar en reposo. Al mucho ver,
baja de lo alto una sensación de infinitud
aterradora. El cobalto se transmuda en za–
firo, el zafiro se ahonda en azabache, y el
cielo que negrea 'de profundidad angustia
al observador. Los cerros quietos, silencio–
sos, fatigan el horizonte. El páramo me-
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