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sobre otra ruina, una fe decadente, expirando entre las

muertas y frías cenizas de una superstición primitiva.

La catedral del Cusco se eleva en

el

mismo sitio donde

el

octavo Inka Wiraqocha, mandó construir un edificio

destinado

,1

las fiestas populares, en que un

regimi~nto

entero podía maniobrar, que sirvió de refugio a los pocos

soldados de Gonzalo Pizarro, cuando el desesperado in–

tento de los peruanos de recuperar el imperio y de res–

t aurar la monarquía de los Hijos del Sol. Aquí, según

la leyenda, refrendada en arcaicas esculturas, sobre la

puerta de la capilla de Santiago, descendió éste, visible

y tangible sobre su caballo blanco, y con la lanza en

ristre, decidió la batalla en favor de los españoles

y

· extirpó para siempre el poder de los Inkas.

En toda esta estrecha lengua de tierra encontramos

todavía evidencias de la grandeza de los Inkas compro–

bada por su arquitectura. Las calles de la ciudad nueva

están casi todas delineadas por grandes seccione'> de muros

de piedra primorosamente labrada y juntada con preci–

sión no superada en ninguna de las construcciones de

Grecia o Roma, que el arte moderno puede emular pero

no aventajar. Los muros del Templo del Sol, del Con–

vento de las Vestales, de los palacios de los Yupankis, de

Wiraqocha, de Wayna Qhapaq, de Inka Ruqqa y frac–

ciones del palacio atribuído al primer Inka, se conservan

todavía y justifican las más extravagantes alabanzas de

Garcilaso y de los antiguos cronistas sobre el arte de los

antiguos constructores. Pero aun donde estos muros han

desaparecido y las piedras que los formaban han sido

empleadas para otros edificios, encontramos todavía las

anti~uas

portada que los constructores modernos con-

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