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PIJá.1.'A Y BROXCE

En torno al fogón que les ilumina con sus fulgores de

sangPe. los indios forman un grupo alucinante. Diríase

cuatro demonios en un horrendo conciliábulo. Sobre las

pieles cobrizas resbalan los rayos

·~·xiguos

de las llamara–

das, dejándolas como untadas ele luz roja,

amariHen.ta

que

se desvanece para cobrar nuevo y fugaz vigor en un rena–

cimiento ele las

candt~nas

al influjo

cle:J

soplo anhe'lante de

1a india.

Porque su primera pregunta quedó sin contestación.

insiste con la misma.

Gregorio repuso con un expresi o centellear de las

pupilas, opacas hasta entonces.

Otro indio,

::~

más delgado y que acusa mayor edad,

llamado Juan, insinuó tímida, clesconfi.adamente.

-Niño

ha ele estar enamorado ele Manuela. Por eso

llama a cada rato.

La esposa de Gregorio, la

~teresa

se estremeció. So–

pla con fuerza, en los tizones agonizantes y se pasa las ma–

nos, húmedas y

temblor~~s,

por la:s crenchas indóciles.

-Así ha de ser-corrobora el Ramón.

el

otro indio.

jo~en

todavía, prematur•amente gastado por el infernal tra–

bajo en los climas cálidos.

-Mishos

bandidos, ladrones - ruge

Gregorio.

Luego se queda mirando rencoroso, los ojos buíclos, la epi–

lepsia ele las s·ierpes encendidas que acometen un tronco

Vl~!rcle

ele capulí. Le tiemblan los labios en un ra1)to de

furor.

-Ha de querer llevar la

cuicha

a la hacienda, m–

dicó Juan. Blancos sólo eso

sab~n.

Llevar las longas

bonitas.

J