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corona de blancuras. Trata ele revolverla, IT}ezclándola
con la masa oscm·a: pero, en realidad, creándola perenne–
mente. Así en los pueblos.
El que flota cimero se verá
siempre arrollado por la onda turbia que no logrando su–
mergirle le babeará con ira.
La odiosiclacl de las turhas
es el fleco que la distinción pone a su airón resplande–
ciente.
Las ··comadres·· irritadas mordieron con sus chatos
y ·
negruzcos incisivos en el decoro
y
el prestigio ele la maes–
trita que no halló una alma noble que la defendiera.
To–
dos los broncos cerebros aldeaniegos se recrearon en la
detracción soez contra la flor exótica
y
albísima.
Corearon los hombres la maledicencia del mujerío.
Y
llegó el rumor injurioso a los oídos ele Jos barberos
del pueblo: del fígaro que limpia el rostro ele vegetaciones
pilosas cada semana
y
del cura que bruñe las almas vueltas
grises por los pecados, con el jabón quitamanchas de la
confesión. también cada semana en los hombres
y
cada día
en las mujeres, más necesitadas de afeite . . . . Y en esas
l)ocas Herias ele sarro
y
furia contra la civilización, sopló
el viento ele la calumnia
y
levantó el tablado inquisitorial.
*
~
*
La Primorosa
y
la Pechugona, clqs comadres beatas,
y
como tales,
re~1corosas
y
llenas ele vicios, decían en un co–
rro viperino:
-Y
o ca en la cara le he ele decir a la
sinvergüenza
esa que en otras partes estáría acostumbrada a hacer es–
tas ..... pero que aquí ca no le hemos de
aguantar
rgo