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PIJA'l'A Y BRONCE

guas. Nada más. ¿Cuándo no queda una aplastante nos–

talgia. ui1a saudade pertinaz al otro día de una fiesta en

que corrió

el

vino sin tasa?

-Si, pero entonces la

p~na

es sin motivo aparente.

El móvil se agazapa en

el

snbconsciente. Y ahora no.

:Me i·nvacle un terror escalofriante porque esos ojos y esa risa

me retaron. · iMe amenazaron ele muerte ....

-Haúl. 110 te conozco! Cobarde tú? No fuiste nunca.

- -::

-.Jo

es cobardía. No es temor epidérmico qne eriza

los pelos. Es miedo proftmclo que roe las entrañas. Qu-i.,

zá es un presentimiento. La trasmisión telepática de mi

sentencia ele muerte que la ha dictado no se qHien en la som–

bra, pero irrevocablemente.

-Vas obstinándote en

el

martirio ele tí mismo. Hay

un remedio. Vámonos ele aquí donde tu calma está pros–

crita. Huyamos de tu hacienda.

. -Si, Hugo, huyamos. Nos iremos después de los dos

días de la trilla. Si no se acaba, también. Nos iremos.

Este cielo me ahoga. Parece que el paisaje se presentara

en11esta<lo para copminarme, para repud1arme .....

-::-.Jos iremos, Raúl. /\hora, óyeme a mí. También

deliro. Anoche yo creía que·

CelestJ~te

acuerdas de la

novia mía que se llamaba _así-gozaba conmigo_y que la

Matilcle era ella.

Se heló su risa frente al ceño de Raúl.

-Te sientes mujer, Hugo,-dijo ·con superaJ;lte tris–

teza el patrón. Sólo ellas reviven en cada nuevo amante

al que se ausentó. Nosotros para ellas somos como el

oro líquido que llena el molde ele la única joya de su vida:

el primer ·.amor. Los demás no hacen smo colmar un

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