PLATA Y BRONCE
es un atalayamiento de pesares el que me nubla estos mo–
mentos.
-Vamos, primo. arrincona esas niñerías. ¿Qué pue–
de asustarnos en estas breñas tan tuyas, en estos campos
para los que una voz tuya es el conjuro de A ladino?
-Por
eso, porque mi voz tiene imperio, temo que al–
guna vez el oprimido la desoiga.
-Raúl. Raúl! ¿qué estas diciendo? ¿ Rebe.Jarse contra
tí? Buenos medios habría de castigar a los desobedientes.
-Es que yo he visto prenderse en unos ojos
ft~lgo
res ya fenecidos. De valor
y
~le
rabia.
-Me intranquilizas, prio1o. ¿Qué te han. visto?
¿Quién?
Raúl le relató cómo su placer fue truncado por el
rayo siniestro ele la mirada que crey6 salía de unos oj'Os
pegados a los vidrios. Le elijo que oyó una carcajada
luzbel iana. sarcástica.
-¿De quién serían los labios sardónicos y los ojos
insolentes?
-Quién pudiera saberlo
-¡Antonio! ¡Antonio!
Precipitadamente, con el ruido grato que hacen las
alpargatas sobre las tablas acudió el cholo.
-¡Patrón!
,
-¿ Díme qqién entró a la ha:cienda anoche?
--Naidenes,
patrón.
-Yo he visto a .alguien. Mal cuidas a tus amos, An-
tonio, cuando no sabes quien s·e cuela en su casa. El tono
seco. reconvenía.
Así ·lo entendi.ó el cholo que se apresuró a reponer.
15 1