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Inca Casa, morada del
VIeJO
amigo "el
coya Manuel", ostenta un pequeño ran–
cho de piedra y adobes, frente al que se
esfuerzan por vivir, luchando con las in–
clemencias del crudo invierno de las sie–
rras, dos raquíticas plantas de durazno
que, como centinelas avanzados, demar–
can el límite de la zona arbolada que se
extiende hacia el Sud.
Al pié de este lugar y sobre el pedre–
goso lecho del Río Grande casi siempre
reducido a un mezquino hilo de agua sa–
lobre, está un pequeño islote en el que
tres sauces llorones, que viven en las
mismas condiciones de los durazneros de
Inca Casa, arrastran sus escasas ramas
mecidas por el viento, como lánguidos
brazos caídos con desgano por el aburri–
núento de aquella vida de soledad abru–
madora.
Sin embargo, la brisa en su canción de
paz dice muchas cosas al viajero que de
tarde en tarde turba la soledad de aquel
paraje; y el ferrocarril que bordea las