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frecuentemente terminaba con una bata–
lla de bombas de carnaval, entre las que
no faltaba el puñado de harina con pintu–
ra y el jarro o el balde de agua.
En los días ordinarios, la población
s~
dedicaba al trabajo tranquilo y la vida
social entraba en un período de letargo
abrumador. Don Gaspar Medrano, el ve–
nerable vecino que a los ochenta años
bautizaba su vigésimo cuarto hijo, daba
el ejemplo: a esa edad, útil aún para el
mundo en que vivía, cruzaba las calles de
Humahuaca a reanudar su interrumpida
tarea.
Para el que por primera vez llega a
esa localidad, no hay nada novedoso, si–
hó en las afueras del pueblo. Al Este, la
estación del ferrocarril, con sus galpones
y depósitos, muestra el progreso, la civi–
lización que se infiltra hasta en las rocas;
al otro lado del Río Grande, las escarpadas
montañas lujosamente atalajadas por la
mano de Dios ; y al Oeste, las primeras
lomadas llenas de vegetación y las ruinas