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RICARDO ROJAS
ciones de su vida. Pro iene esto, quizá, de que la elva
carece de paisajes amplios
y
coloridos : ni el nüraje
esplendente de la inontaña, ni la mágica policronüa d l
mar. Los ocasos
y
las auroras quedan g·eneralmenLe
ocultas más allá de las frondas, sin refracciones ni re–
flejos que multipliquen arreboles
y
prolonguen crepús–
culos. La tarde
y
la mañana están hechas para la selva
de trinos
y
penumbras, de placideces
y
rumores. Aque–
llos bosques mismos, de árboles formidables, de troncos
rugosos
y
centenarias raigambres, pero de follaje
escaso, tierra seca
y
áinbito sombrío, son propicios á
la meditación ó al sentimiento
y
·no
á
los goces sen–
suales que da las selva del trópico.
Es
cierto que el
monte mismo
n escampados
y
llanuras; pero
esa pampa res
ve es un salitral de ju1nes acha-
parrados
y
as
1
y
el abra es un paréntesis
que acentúa el influjo de la breña inmediata.
Á
esto se
agrega el sol ardiente que algodona los mú culos en
~rientales
perezas
y
aduerme el espíritu en visiones de
ensueño. Así se forma ese pueblo de metafísicos, poetas
y
músicos_, con algo de árabe
y
algo de hindú. Sobrios
y
fuertes, aquellos campesinos comen
y
beben con
escasez. Su frugalidad es sólo comparable á la de esos
chinos de las geografías, con su plato de arroz, ó á
la de esos espartanos de las historias, con su par de
aceituna . Con hombres así se explica uno la gran
gesta de nuestras guerra , su resistencia ante la vida
y
su estoicismo ante la muerte. Piel que no curten soles,