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RICARDO ROJAS
sólo el Lecho de los ranchos, para él liviano como unn
brizna, sino los propios árboles, que decuaja su saña,
como si fuese el hacha de Pillán, el dios del rayo q uc
en la leyenda de Arauco troncha los robles de un solo
golp . . . Sobrb ese camino de desolación, sobre esa
rula de los éxodo , inuchos de aquellos pueblos an1e–
nazados por la muerte, huyeron á sepultarse en la
brefia Lransaladina, donde sus descendientes quizá per–
duran. Los pueblos cakhaquíes)
á
lo largo de la gran
ruta de los Andes,
tan1poco detuvieron al invasor,
pues la palabra de sus sacerdotes, -
al_cahuisas
y
l ur–
pentaes, -
detuvo en lo alto de las pircas guerreras
las galgas del pucaró ... Pero los juris belicosos, adhe–
ridos al su
1
l s árboles del propio bosque
. rí n, e os
sí
se resistieton al invasor.
. . . Aquella noche, en el abra cercana, los indios, con–
gregados en número de s·eiscientos, ·esperaron, hasla
el despuntar del alba, la vuelta de los espías despa–
chados · la tarde anterior. Era sol alto cuando llegó
jadeando el último,
y
avisó que su compañero había
sido aprisionado por los españoles. Otro, que les
había seguido, flanqueándoles el paso por la inLrin–
c.¡ada vera del monte, avisó que los enemigos eran
pocos. Los que hubieran conseguido verlos manife, ta–
ban asombro por las figuras, pues los caballos que
montaban eran para los indios seres desconocidos.