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1-10

RICARDO ROJAS

á su colrno, pues de una tambera gorda que desollaron,

solarnente le concedió la vejiga. El zorro se la ató á la

cola del felino, inflada

y

llena de moscardones; al

ruido, el Tigre disparó. Y como nada hiere más el

amor propio de los valientes · afamados ó los presun–

tuosos bravucones, que esas fugas ridículas

y

esos

miedos por una causa b?ladí, - el tío juró vengarse

del pseudonepote. Las relaciones quedaron cortadas;

Juan comprendió que la vida en aquel hogar se le tor–

naba imposible ; y para cuando se le presentase la oca–

sión de cumplir su designio, resolvió ro!llper las cadenas

de tan ominosa esclavitud.

Aquella tard q e don Juan, de ordinario tan so–

carrón

y

travieso,

i o~

risle por el camino, era que había

consumado ya u propósito. Pensó qne si

fugq.ba

, de–

jando al Tigre con vida, se decretaba á sí mismo la

muerte;

y

si, por el contrario, le hacía desaparecer, esa

actitud de Marco Bruto le conquistaría adhesiones,

pues libertaba al bosque de su pesado despotismo. Y

así ocurrió, por fin.

Hab.ían asesinado una vaca, allá, en lo más recóndito

de la selva. Como el Tigre se marchase hasta el estero

próximo

á

beber

y

lavarse las garras enrojecidas de

sangre, Juan quedó

á

la custodia de la res ya desca–

rada, aguardando el regreso de su patrón. Entretanto,

el taimado comenzó su venganza :

- ¿Qué haces Juan?

- Unas correas, tío.