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RICARDO ROJAS
trofas, tantas veces escuchadas, no consiguen domi–
nar la atención en aquella batahola campesina. Gene–
ralmente vale su canto, más que por la intención, por
el sonido, enriqueciendo con voces nuevas la masa del
instrumental. En otros momentos huelga del todo su
letra, cuando no la recla1na tal cual pieza moderna de
parejas abrazadas
y
tiempo de polka. Entonces él se re–
duce á acompañar la n1elodía, cajoneando con los dedos
en el sonoro vientre de la guitarra ...
l\tlientras concluían las relaciones, el comisario, gen–
tilmente, ma ó raer para ofrecérnoslas dos sillas sin
respaldo
y
con
~jento
de cuero, diván lujoso entre
tantos de ca1)2!lillrus
y
cajones. Pidió á la gente despe–
jase un claro para ver el patio donde bailaban. La
orquesta siguió vibrando sus bárbaras sonatas : eran
triunfos, aires, chacareras, gatos, cielitos, zambas, es–
condidos, chilenas, arungas, tiranas
·y
marotes. Varia–
ban los nombres, pero lo plásti co las Jiferenciaba poco
entre sí : genuflexiones
y
pernadas a] suave ondear de
los pañuelos,
ó
al rítmico chasquear de las castañetas.
Al pronto, después de breve intervalo, la orquesta
volvió á prorrumpir en músicas. Tocaban chacarera;
nadie salía. Entonces un paisano viejo, acurrucado
junto á nosotros, guapo zapateador en sus mocedades ,
excitado por la ginebra
y
por r eminiscencias de aque–
llos antaños, gritó á la turba joven :