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RICARDO ROJAS
techurnbre de cielo, en el campo solitario
y
obscuro,
deslizábase la silueta de dos amantes que iban de
martelo,
á
esconder en las sombras u.n abrazo fur–
tivo ...
Como nos avisasen que se hallaba en la reunión el
subcomisario del distrito
á
quien mi cicerone conocía,
pedimos verle,
y
vino. Era un paisano
corpul~nto
como
los quebrachos sus hermanos, rostro de ojos profundos
y
pera lacia. Espíritu sencillo, facilitaba cualesquiera
averiguación,
y
res.p..ondía
á
toda pregúnta jugando con
su rebenque de cabo en tripa.
-
¿Y bai a
no en una parte
en otra; m
,,.
-
Vd. p'arece aficionado, Comisario, pues se queda
hasta estas horas.
-
Qué esperanza, señor. Cuando era más inuchacho,
no digo menos ; ahora es obligación, no gusto ... Puede
habe~
pele_as ... - Y can1biando ?úbitamente de tono
y
de tema, agregó: -
Oiga eso que cantan.
Se había hecho silencio en la turba . Como e.stába1nos
aparte del corro, no veíamos el cuadro, más.bien vulgar.
Pero la poesía
y
la música, fundidas en la letra, llegaban
un tanto idealizadas hasta nosotros.
Una voz masculina recitaba :