-6-
mundo. La pléyade de sabios que en sus claustros
venerandos vertían raudales cristalinos de ciencia y
de sabiduría, forman una gruesa legión, bastando .ca–
da uno de ellos para honrar un siglo.
Nombaremos, siquiera sea de pasada, á Na-varro
Azpilcueta, canonista y moralista de primer órden,
poF ninguno superado en tan arduas y difíciles mate–
rias; los dos Covarrubias, ilustres en Derecho, en be–
llas letras y Arqueología, universalmente aplaudidos
en el Concilio de Trento; Domingo de Soto, eminente
en todos los ramos del saber; Gregorio Gallo, teólogo
de Trento, célebre profesor de Escritura y Obispo de
Orihuela; Melchor Cano, el famoso autor <<De Locis
Theologicis>>, uno de los más grandes talentos de aquel
siglo; Martín Ledesma, comprofesor de Cano
~T
de
Navarro; Jorge de Santiago y Gaspar de los l-1eyes
que pasaron á Portugal y representaron aquel reino en
el Concilio tridentino; Pedro de Soto , restaurador de la
Teología en Oxford y en Dilinga; Andrés Tudela; Die–
go Chaves, profesor de la Universidad de Santiago;
Mancio de Corpus Christi, de las de Sevilla, Alcalá y
Salamanca; Pedro de Pravia y Alonso de Veracruz de
la de Méjico; Bartolomé Ledesma, de la de Lima,
Vicente Varrón, Tomás Pedroche,
~Ambrosio
de Mora–
les, Andrés Vega, Tomás Mercado, Martín Roa, Luis
Vera y Jiménez de Velasco.
¿Cómo había de decaer el prestigio de la Teo–
logía si la cultivaban gloriosamente Arias Montano,
Cipriano de la Huerga, Maluenqa,
Maldonado~
D.
Martín Pérez de Ayala, Fr. Luis de León, Alfonso de
Castro, Fr. Luis de Granada, Francisco de Victoria,
Fr. Luis de Carvajal, Lainez, Salmerón, Toledo, Pra–
do y Villapando, Rivera, Luis de Alcázar, Pineda,
Fr. Pedro de Herrera, Ramírez de Montoya, Molina,
Suarez, Vázquez, Valencia, Sánchez, Ripalda y otros
innumerables. como se puede ver en la Biblioteca de
Nicolás Antonio?