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dador vive y vivirá eternamente en ruda
y
torrnentosa
lucha contra los poderes del mundo. No fué, por cier–
to, el Protestantismo ni bastante fu'erte ni suficiente–
mente vigoroso y compacto para hacerla flaquear; lo
que hizo, y esto es lo más admirable, fué
acelerar
la verdadera y santa reforma que tan ansiosamente es–
peraban millares de fidelísimos cristianos esparcidos
por todas las regiones del globo.
¿Con qué derecho se afirma, entonces, que la Igle–
sia al ver perdida su influencia en Europa mandó una
legión de misioneros al Nuevo Mundo para buscar allL
como quien
dice~
una tabla de salvación? Acaso en
los siglos XVI y XVII se borró ó se hizo pedazos la
enseña del Redentor en Europa?
¿Cómo se afirma
que la Teología quedaba desprestigiada y la unidad del
pensan1iento católico rota? Nada más falso y absur–
do. Los siglos XVI y XVII fueron una de las épocas
más brillantes para la Iglesia.
Jamás el pensamiento
católico y la sagrada Teología tuvieron más preclaros
y excelsos representantes. Nunca se aquilataron tanto
ni se interpretaron con mayor propiedad las palabras
de la Sagrada Escritura, gracias al profundo conoci–
miento de las lenguas orientales y de la griega y
latina.
Dejando á un lado los eminentes y profundos teó–
logos que con esplendor honraban por estos tiempos
las Universidades de Francia é Italia; y haciendo caso
omiso de las titánicas luchas que sostenían los pensa–
dores católicos con las huestes del protestantismo am–
paradas por reyes y príncipes, he de fijarme de una
manera especial en España, donde al parecer de algu–
nos, también sufrio una desastrosa bancarrota al esco–
lásticismo y la Teología dogmática.
La
Univers~dad
salmantina, el foco más potente
de la cultura española, y en algún tiempo, una de las
primeras ó la primera de Europa, en el segundo tercio
del siglo XVI llegó á un prodigioso florecimiento que
ya quisieran para sí hoy, muchas Universidades del