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y
parte, para dificultar las dispensas,
y
obviar
algu
inconvenientes que nacian de la excesiva fa–
cilida ae los obispos en concederlas.
§.
XXVIII.
En los siglos mas felices de la iglesia los obispos
mirriren siempre con particular' celo por la conserva–
cion de sus derechos. Ya he anotado que Roma no
se entrometía á desatar aquellos que habían sido li–
gados por sus propios obispos,
y
que estos sabian re–
clamar altamente contra el abuso, si alguna vez aque–
lla se propasaba á ejercer algun acto de jurisdiccion
respecto de sus diocesanos sin su expreso consenti–
miento. Pero ya por razon de la atrocidad de algu–
nos.crímenes, ya por la dificbltad de asignar á ciertos
pecados una penitencia proporcional cuando no se –
encontraba determinada en los cánones, comenzaron
los obispos
á
remitir los penitente·s
ad .Apostolicum,·
tanto para disminuir mas eficazmente la frecuenci¡,t
d~
semejantes delitos·, cuanto para imponerles peni–
tencias correspondientes á su gravedad. Roma no
procedía sn estos c<1sos, sin recibir las cartas y con–
sentimiento de los obispos respectivos que enviaban
állí
á
los pecadores de su jurisdiccion. En siglos pes–
teriores fué el uso recurrir á Roma directarnef!te con
motivo de estos delitos. La costumbre introducida
suponía siempre el consentimiento, al menos tácito
del obispo propio;
y
de esta costumbre nació despues
la opinion de la necesidad de recurrir á Roma para
la absolucion de ciertos casos
y
censuras: los papas
dieron decretos de reserva;
y
la iglesia conociendo
.las ventajas de esta disciplina, lejos de desaprobar–
la, la ha confirmado mas bien, como 'lo hizo en el
concilio de Trento relativamente á ias censuras
y
á
Jos casos reservados al pontífice romano. Por donde
se ve claramente que este derecho no es esencial del
primado del papa, sino de la ig·lesia, concedido al