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MARTES SEGUNDO

gunta , ni

á

ponerle cuestion alguna. Como lo que acababa

de decirles podia inspirar al pueblo y á sus discípulos ódio

é

indi gn acio~

contra estos doctores de la ley, quiso enseñar

á

todo el mundo una verdad muy importante; y era, que

debíamos practicar lo que los ministros del' Señor nos pre–

dican, sin atender á lo que éllos son, no confundiendo

j amás sus costumbres con su doctrina. Los escribas y fari–

seos, les decía, están encargados de enseñar y explicar

al pueblo

la

ley de Dios. No atendais sino

á

lo que os en–

señan. Po'r el lugar en que están,

y

por el empleo que tie–

nen, debe is recibir sus instrucciones con sumision, y po–

ner en práctica los preceptos que os explican, por mas

que éllos no los observen. Su conducta desmiente su mo–

ral, nada menos hacen que lo que intiman

á

los ótros

' que hagan; pero

la

ley de Dios no obliga menos porque

la expliquen unas gentes que no la guardan. Aunque el rey

de armas que publica la ley del príncipe la quebrante, la

ley nada pierde de su autoridad. El mundo, buen Dios,

se convertiría bien pronto si los ministros del Señor pre–

dicasen tanto con sus exemplos, como con sus palabras.

Inútilmente aconseja la virtud

á

sus hijos

y á

sus domés–

ticos un padre de familias si sus costumbres no corres–

ponden

á

su moral. Ninguna cosa es mas elocuente, ni per–

suade mas que el exemplo. Las palabras sin el exemplo

hieren las orej::ts\; pero el exemplo aun sin las palabras,

habla al corazon y le mueve. La palabra de Dios no es

menos palabra de Dios en la boca de un apóstol infiel, que

en la de un discípulo fervoroso. ¡Pero qué no puede esta

misma palabra de Dios en la boca de un ministro pode–

roso en palabras y en exemplos! Si el pastor quiere per–

derse , que se pierda él solo; por lo que

á

nosotros toca,

aprovechémonos de las instrucciones que nos da para sal–

varnos. La corrupcion de sus costumbres en nada dismi–

nuye la santidad de la ley que predica; así como la san–

t idad de la ley que ·predica en nada autoriza la corrup·

cion de sus costumbres : éllos imponen cargas pesadas,

y

que no se pueden llevar, añade el Salvador; las ponen so–

bre las espaldas de los ótros, y éllos no quieren ni aun

moverlas con el dedo. Los mas relaxados en su conducta

son por lo comun l os mas severos en su moral. Cuesta po -

co aumentar la carga , que no se quiere llevar. Jesucristo