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DE CUARESMA.

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nos que las alabanzas que merece tu dignidad? ¿,Quieres

saber cuál es la excelencia, el mérito, la sublime dign i–

dad de la Madre, dice san Euquerio? Concibe, si puedes,

el mérito y la excelencia del Hijo:

Quceritis qualis M ater,

qucerite potius qualis Filius.

Concibe lo que es el Hijo de

Dios, dice san Gregario, y concebirás lo qu es su Ma-.

dre. Solo el decir que la bienaven\turada Vírgen es ma–

dre de Dios, dice san Anselmo, es ponerla sobre todas

las grandezas que se pueden decir ó imaginar debaxo de

Dios.

Finalmente, no hay ótro que el artífice que sea su–

perior

á

su obra, dice el beato Pedro Damiano. Todo lo

que puede imaginarse de grande, de sublime, de excelente,

es menor que la santísima Vírgen. De aquí vienen todos

aquellos títulos pomposos que la da la Iglesia de Rey na de

los hombres

y

de los ángeles, de medianera para con su

Hijo, de abogada todopoderosa de los pecadores para con

el Eterno Padre , de estrella de la mañana, de puerta del

cielo, de arca del Testamento. Hagamos juicio de su glo–

ria por su dignidad: juzguemos de su mérito por su ex–

celencia

y

sublimidad. Cuando Dios escogió

á

María para,

ensalzarla

á

la maternidad divina, no consideró en élla

ni la grandeza de su nacimiento, ni los talentos de su es–

píritu, ni las perfecciones de su persona. Es verdad que

María era aún , segun el mundo, la mas perfecta de to–

das las criaturas: descendiente de David

y

de tantos otros

reyes, como contaba entre sus antepasados, había here –

dado la gloria de todos: dotada de las pre'ndas naturales

qne había recibido de Dios, era, como habla san Bernar–

do, la obra mas cabal que habian visto los siglos; pero

nada de todo esto movió

á

Dios para que la eligiera para

madre del Mesías,

y

para dar al mundo al Redentor.

Lo

que decidió, pues, en favor de María, fue su santidad, y

las eminentes virtudes en que se aventajaba á todas las otras

criaturas. Fue aquella pureza sin exemplo, aquell a belle–

za sin lunar, aquella humildad sin término, aquella ca–

ridad, aquel puro amor de Dios que .sobre.pujaba al de

.Jos serafines.

z.

La muger de nuestro evangelio no tiene ra–

zon de exclamar: Dichoso el vientre que te llevó, y los

pechos de que mama1;te? iDespues de Dios hay un obje–

to mas digno de nuestra admiracion, de nuest ros profun–

dos respetos, de nuestra ternura? Y despues del culto de-

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