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DE QUARESMA.

119

n0s que las alabanzas que merece

ttí

dignidad?

i

Quier es

saber quál es la excelencia , el mérito, la sublime digni–

dad

d~

la madre, dice San Euquerio? Concibe, si puedes,

e l mérito

y.

excel f~ncia

del h ijo:

Quceritis qua/is mater,

qucrrite pótiiH. qualis. filius.

Concibe

lo. que

es el h ijo de

D ios , dice San Gregorio,

y

concebirás lo que es su ma–

d re. Solo el decir que la bienaventurada Vírgen es ma–

d re de Dios , dice San An elmo , es ponerla sobre· todas

las grandezas ,que

se

pueden decir 6 imaginar debaxo de

D ios.

Finalmente,

no hay otro que el artífice que sea

su~

perior á su

obra ,

dice el

beato Pedro

Damiano.

Todo

lo

q ue puede imaginar de

grande

, _de sublime, de excelente,

es menor que la santísima Vírgen.

De

aquí vienen todos

aquellos títu los pomposos que la da la Iglesia de

Reyna

de

los hombres

de los ángeles, .de medianera para

con

su

hiJo, de abogada todopoderosa de los pecadores para con

el

Eterno Padre, de estrella de la mañana, de puerta del

c ielo, de arca del Testamento. Hagamos juicio de su gl0¡

ria por su dignidad ; juzguemos de su mérito por su ex–

celencia

y

sublimidad. Quando

Dios

escogió

á.

María para

ens~J za rla

á

la

mat~rnidad

diyioa, no consideré'

en

ella ·

ni la grandeza de su

nacimiento,

ni los

talentos

d'e su es–

píritu,

las perfecciqnes de su persona.

Es

verdad que

Ma ría era aún , segun el mundo, la mas perfecta de to–

das las criatt.1ras :· descendiente de David

y

de tantos otros

r eyes, como

contaba

entre sus antepasados, babia here–

d ado la gloria de todos: dotada de

las

prendas ·

naturales

que hahia recibido de

Dios.,

era, como habfa San Bernar–

do , la obra mas _cabal que habían visto los siglos ; pero

nada de todo esto movió á Dios para que la ·eligiera para

madre

dd

Mesías ,

y

para dar al mundo al Redentor. Lo -

que decidió, pues, en favor de María,

fué

su santidad,

y

las eminentes virtudes en que, se aventajaba

á.

todas las otras

c riatu ras.

Fué

aquella pu'reza sin exemplo, aquella belle–

za sin lunar, aquella humildad

sin

término, aquella

ca- ,

· ridad , aque.l

pu~o

amor de Dios que sobrepujaf:)a al

ae

los serafines.

i

La muger de nuestro evangelio no

tiene

ra–

zon de exclamar: dich-oso el

vi~nue

que

te Hev6,

y

·los

pechos de que

mamaste~

iDespues

cle

Dios líay·

un,

dbJe~

to mas

dignó

de nuestra admiradon, ·de

nuestros

profu'rí~

dos

r~spetos,

dé nuestrá ternura? Y despues del

cuh0

1

de-

-

,

H 4 .

bi·