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Para demostrar hasta que punto llegó el pánico de las hues–

tes revolucionarias, citaremos lo que pasó la misma noche de

la batalla en una parada que hizo la columna del General Apa-

ricio .

Cuando menos se esperaba, prodújose una disparada de las

caballadas que marchaban á vanguardia, precipitándose sobre la

gente. Algunos mal intencionados, ó simplemente asustados,

creyendo que fueran enemigos, dispararon varios tiros sobre

los caballos. Pues esto bastó para que se produjera un la–

berinto infernal entre la mayoria de la tropa, convencidos que

era el enemigo que los había sorprendido, huyendo unos sin

darse cuenta de lo que hacian, disparando otros sus armas, y

no faltando hasta quien se abrazara de sus compañeros supli–

cándoles

que no lo matasen.

Felizmente ya venia el dia, y al convencerse todos que no

habia sido mas que un

julepe,

recobraron el ánimo, y marchó

el pequeño ejército sin otro inconveniente.

Al pasar por el Rosario la gente de Aparicio, envió éste al

Coronel Pintos Baez para que reuniera los dispersos que pu–

diera haber en el pueblo, llegando á reunir un buen número de

ellos, que habian llegado allí en grupos mas ó menos pequeños

y hasta de un solo individuo.

Incorporada esta fuerza ese mismo dia á la columna del Ge–

neral Aparicio, siguió éste su marcha hácia las sierras de

Mahoma, y de allí á San José, cruzando luego para el departa–

mento de Cerro Largo.

Antes de llegar á San José se desprendió el General Muniz

con la vanguardia para los departamentos del Este, y cuando

Aparicio llegó á aquel pueblo dejó en él al Coronel Pintos

Baez para que organizase las fuerzas de los departamentos del

Oeste; alojó, por último, como le fué posible, á los heridos que

conducía y COI).tinuó luego su marcha precipitada con una di–

vision que no pasaría de 300 hombres.

¡Que marchas horribles la de esos dias despues de la batalla

d e Manantiales!

Lloviendo noche y dia, sin comer ni dormir, vadeando los

arroyos crecidos, casi desnudos; llegó á tal estado la miseria y

la desgracia de los revolucionarios, que se les quedaban los hom–

bres helados de frio, habiendo muerto varios de aquellos infeli–

ces que no fué posible volverles el calor á la sangre, salvando

otros milagrosamente á fuerza de calentarlos con friegas

y

co-