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reemplazo servía el ají. Oinco pimientos valían un centavo que lla–
maban «ranth y veinticinco correspondían a un medio.
Una vez quisieron introduC-ir el cobre a la plaza del Ouzco y
pagaban a los soldados en centavos, pero se equivocaron, porque las
mujeres (rabonas o guarichas) botaban el dinero inmediatamente al
Huatanay, manifestando así su soberana voluntad.
No haré la descripción de las casas de los Incas, ni del templo
del sol, que mejores plumas ya lo han hecho; sólo dhé que el anti–
guo Ouzco fácilmente se podría reconstruir en la mente. Los altos
de las casas eran todos nuevos
y
los techos pajizos se habían cam–
biado por tejas, mientras que los bajos, las paredes trapezoides y los
umbrales de una sola piedra en muchas casas y principalmente en
la calle de San Agustín, conservaban todo el carácter antiguo. Este
aspecto quedaba aumentado por las muchas puertas de calle
y
la es–
casez de cventanas de reja» que caracterizaban Lima cuando la co–
nocí en el año 1867.
(2) Existía en el Ouzco un pequeño museo en el que vi un
retrato del Oaballero de la Vega, padre del cronista, quien namo,
como ya he dicho, en la casa de la plaza de Ousipata. Esta casa
debe haber cambiado muy poco desde el tiempo de Garcilaso Inca;
era de cantería y notable por tener los cuartos de un solo piso muy
diferente nivel. De su galería había presenciado el Licenciado La
Gasea los juegos de cañas y toros que se celebraban en su honor, y
mucho¡¡ dramas de aquellos tiempos tumultuosos, deben haberse pre–
sentado en aquella plaza del «Recreo•.
En mi tiempo, encontré la casa de la Ñusta en profunda paz y
era el dueño un austriaco, casado con una matrona cuzqueña; era
eomerciante
y
debía haberse acostumbrado muy bien en el país
porque absolutamente nada recordaba de su patria, ni sn lengua roa–
tema.
Si queremos juzgar las culturas americanas, siempre debemos
t~ner
presente que las más adelantadas entre ellas no llegaron a
más de la época de bronce, como Micena y Hallstadt
y
no podemos
calcular cuantos adelantos hubieran hecho si no les interrumpiera la
conquista. Muy grande era la diferencia de su cultura comparán–
dola con la del mundo antiguo de aquella época. Muy grande tam–
bién era la impresión que causó el Imperio Inca a los españoles
y
no debemos admirarnos del criterio exagerado en algunos de los pri–
meros escritores, como el bueno y honrado Oieza de León, quién des–
pués de haber visto a salvajes desnudos y antropófagos, se encontró
con nna monarquía y un sistema comunero altamente desarrollado,
una disciplina desconocida para él y después de bosques y ciénegas
intransitables, caminos buenos y ciudades bien arregladas donde me–
nos lo pensaba. Admirables le parecían aquellas casas labradas de
piedra de cantería por la exactitud de su construcción como si nun–
ca hubiera visto las obras sublimes de arquitectura española. Pero
no sólo él y sus compañeres se aficionaron grandemente a la cultu–
ra incana; no hay más que leer las obras del venerable americanis–
ta Sir Olemente Markham para comprender el amor de su juventud,
manifestada dodavía en una carta que me escribió. Era como dijo