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yente católico-apostólico -romano, ¿cómo no lo tendrá un co–

rreligionario? Nos encontramos delante de un hombre dedi–

cado enteramente a lo que él tomaba por ciencia, sin que le

amedrantaren ni privaciones, ni esfuerzos, ni peligros, lleno de

fervor apostólico, ajeno a toda preocupación material, caritativo,

bondadoso al extremo, trabajador incansable tanto en sus in–

vestigaciones lingüísticas como en el campo de las buenas

obras, etc., etc., en fin toda una personalidad excepcional, que

inspira inmediatamente admiración

y

simpatía, de esas perso–

nas que hoy día se hacen cada vez más raras.

¿Cómo no ex–

perimentar un sincero dolor al tener que declarar con un plu–

mazo -

en obsequio a la verdad científica -

que dejando eh

pié sus grandes méritos como coleccionista de vocabularios y

gramáticas de las lenguas americanas, ese otro trabajo que se

refiere a la etimología hebrea de esas lenguas, tarea que pa–

rece haber llenado todo el tiempo que dejaban a esa existen–

cia incansable y entusiasta sus mútiples ocupaciones, todo eRte

trabajo ha dado un resultado tan lamentable que no vaJe lite–

ralmente ni el papel en que está escrito.

No me pondré a criticar su inquebrantable fe oficial en la

Escritura respecto a la confusión babilónica de las lenguas y

su origen único, la lengua hebraica. Esto no hace nada al caso,

aunque se hubiera puesto a investigar en qu é idioma habrá

hablado la burra del famoso profeta y mago Balaam. Pero las

mismas etimologías hebreas que él da y su sistema de buscar–

las adolecen de un candor científico tan raro y son de tm ab–

surdo tan manifiesto, que me han dejado verdaderamente asom–

brado en una persona, que al fin y al cabo debe haber estu–

diado mucho aquella lengua y también las llamadas clásicas.

Debe haber visto por estas últimas lo que se entiende por

ciencia filológica y lingüística

y

como se forman las palabras

al pasar de sus raíces primitivas a las evoluciones ulteriores.

¿Cómo pudo caer en esa sarta infinita de simplezas que no

merecen siquiera una crítica científica s eria. Hubiera creído

encontrarme en frente de una incapacidad mental patológica,

a no haber conocido ya por otros ejemplos la mala suerte de

nuestra ciencia filológica, cuando estaba en su infancia. Una

mentalidad como la del filósofo Schopenhauer cayó en la sim–

pleza de creer que los antiguos españoles han formado su pa–

labra aceite del latín

acetm n

(vinagre ) por un método absurdo

que fué acariciado por varios viejos lingüistas, que lo llamaban