to, que vino a La Paz. Ambos llegaron a
ser con el tiempo, los más grand·es filán–
tropos paceños. En este primer grupo se
encontraban también el párroco Juan Ro–
dríguez, un cirujano llamado Vizcaíno, el
barbero Carvajal y Cieza de León, el histo–
riador a quien, según es fama y lo dioen las
La Paz antigua. Entrada en la Alameda.
crónicas, "Alonso de Mendoza le hizo ser–
vir con su galopín Alvarado el tuerto, un
excelente plato de guisado con carne de
guanaco", quedando Cieza tan bien impre–
sionado del clima y dd paisaje de La Paz,
que exclamaba muchas veces: "ésta es bue–
na tierra para pasar la vida humana, aquí
el clima es suave y la visión de la cordillera
h
D . "
nos ace pensar en
ws
.
En el tambo de Quirquincha, rodeando
a doña Lucrecia Sansoles, que trajo la ga–
llardía y belleza de la mujer de España, es-
La Paz a comienzos del presente siglo. La antigua
Alameda.
cucharon los conquistadores las hermosas
leyendas · del Collasuyo, que anotaba Cieza
cuidadosamente, para escribir después sus
crónicas y tradiciones del Perú.
Sólo se han perpetuado en las calles y
plazas de la ciudad, los nombres de
Alon·
so de Mendoza
y
la fecha
del20 de octubre.
No s·e ha levantado una estatua al fun–
dador de La Paz, hasta el momento de escri–
bir estas líneas, ni se ha perpetuado el re–
cuerdo de otras figuras de nuestras bellas
leyendas que debieran tener ya hape mucho
tiempo sus nombres en las calles, como
Huyustus, Tintuyo, Yanavilca,
Toquello~
vilca,
los primeros líderes del
Chuquiago
marca,
con los nombres de Gutiérrez Pa–
niagua, de doña Lucr·ecia Sansoles, de Juan
Saavedra el gallardo capitán que vió por
vez primera el valle de La Paz y 6iXternlió
su fama por el mundo, como uno de los más
bellos paisajes de América, que hacían pen–
sar en Dios.
Las calles d·e las ciudades son como las
páginas de un libro donde se anotan los
liechos más salientes del pasado. Leyendo
los nombres o las fechas con que se desig–
nan las vías públicas, conocemos las .tradb
ciones de los pueblos. En las calles y plazas
viv·en las generaciones lo mejor de su vida,
los días de la niñez, experimentan las emo–
ciones de la juventud y las grandes pasiones
que inspira la naturaleza humana. Es en
ellas donde se realizaron las luchas por la
nacionalidad, por la religión o por los idea–
les. Todas las batallas principistas se de–
cidieron en las calles, donde llevaron las
multitudes sus demandas para mejorar su
vida.
No hay nada más evocador que las calles.
Nada que fisonomice mejor el carácter de
los pueblos, y que revele con más vigor su
propia alma. Por eso hay que cultivar el
amor a las vías
pública.~,
porque ellas re–
velan nuestra cultura, nuestro espíritu
y
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