los blancos, irritó tanto los ánimos de los más pacientes
y tranquilos, que si no hubiera sido por el respeto a
las órdenes del Inca, y el temor de incurrir en mayores
males, habrían dado cuenta de los que mostraban la
vileza de sus almas en los actos de su banalidad e impu–
dicia. ¡Cuán desacert ado estuvo Pizarro en enviar a ta–
les hombres, qué contraproducente es para estimular el
respeto a la dignidad humana, una conducta reñida con
el pudor y la continencia!
(HERRERA,
Década
v.
Lib.
II. C. II, p. 52.)
Los indios ocultaron la mayor parte de los tesoros de
los templos; las vajillas de los linajes reales habían sido
escondidas por los jefes de los ayllos. De allí que el
Cusco, que era un emporio de riquezas, ofreciera pobre
donativo ;
y,
a no ser por el desencornisamiento del
Qori-kancha y las prendas de sus altares, que no pudié–
ronse ocultar, lo recogido fuera de esto, por los españo–
les, habría sido de una mediocridad escandalosa.
Al segundo día de su llegada a la ciudad, visitaron
los españoles el Qori-kancha, gran santuario de Wira–
qocha y el Sol. El atrio de su altar mayor estaba cir–
cuído de asientos, donde reposaban en actitudes hierá–
ticas las momias de los emperadores y emperatrices del
T awantin-suyu. Cubiertas de finos y policromados ves–
tidos, adornados de pedrería, todos envueltos con man–
tos tan nutridos de fominillas de oro y plata, que parecían
labores de t isú, contemplaban tales restos respetuosa–
mente, bajo el estímulo de los indios que al llegar ante
los cadáveres momificados de sus reyes, se postraban
sumisos y devotos.
Admiraron el artesonado del templo, acolchado de
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