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Los españoles comenzaron a derruir estos pocos edificios

públicos salvados de los estragos del asedio, para labrar

casas e iglesias en ellos, o ensanchar las estrechas calles.

Pero en

todo el área

restante quedaban, fácilmente

indemnes del incendio y los destrozos del cerco, largos

y

recios muros de sillería. Los conquistadores los apro–

vechaban para sus moradas;

y

decoraban la formidable

severidad de aquella desnudez granítica de las ciegas

paredes, abriendo anchurosas puertas blasonadas

y

ven–

tanajes de forjados hierros. Junto. a los claveteados pos–

tigos, en los zaguanes obscuros y los espaciosos patios,

aguardaban los caballos, aderezados a la jineta. Mon–

taba algún hidalgo duro

y

avellanado, como el Pero

Martín de Sicilia que Garcilaso nos pinta;

y

enhiesto

el lanzón, trotaba por los caminos que conducían a las

otras remotísinus ciudades del inmenso Virreinato.

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