En todas partes se construyen mansiones solariegas,
señoriales casonas, de la nobleza trasladada al país, como
se fabrican los grandes monumentos, que perduran como
eterno recuerdo de aquellos tiempos de
fe
sincera. •Todos
pugnan por distinguirse por sus larguezas donando a
las congregaciones religiosas; muchos renuncian al mun–
do en busca de la paz espiritual en alguna celda de
un cenobio.
Así, lentamente, va asentándose la Colonia, pero no
se realiza la fusión de las dos civilizaciones. La domina–
dora que, indudablemente, era la superior, desplaza a la
vencida i la destruye con ensañamiento.
Por eso el arte colonial se inicia como una comple–
ta imitación al arte de la Metrópoli; ya, algo más tar–
de, el ineludible influjo, aunque débil, de la cultura
incaica, sobre todo en el Cusco, m ás que en ninguna
otra parte del Perú, crea un arte amestizado de escaso
valor.
Los materiales de los edificios incaicos destruídos sir–
ven para las nuevas construcciones de las casas reli–
giosas. Sólo se conservan pequeños fragmentos de los
muros incaicos ya como base de la nueva arquitectu–
ra o para lucir en los pórticos los magníficos dinteles
monolíticos. De ahí ese carácter típico de la casa colo–
nial en el Cusco.
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