FERNANDO OHAYES
A la luz mortecina y verdosa de las velas que se su–
maba a la desvaída y azu'lada de la luna que recortó ese
instante sus cuernos marfilinos en creciente en
el
cielo plo–
mizo, el bronce yacente de la india oprimiendo con las ma–
nos codiciosas y los labios tenaces la plata ensangrentada de
la cabeza del blanco amado que brotaba como una flor
alucinante del saco ·encubridor del crimen, formó una visión
ele sublime y beHo horror ....
Se encaminaron a la hacienda con los cadáveres a
cuestas. Silenciosos, abrumados por el pesar.
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-Antonio !-llamó Zamora, haz poner los cadáveres
en la saía principal, librándoles de las ataduras. Que tu
mujer y tu hija wrreglen con unas mesas y muchas flores
una capilla ardiente.
Lloraba Don Ernesto.
-Y a la lVIanuela también le pongo? ·
No-repuso Zamora.
Bl viejo mayordomo se unió al patrón y le habló en
la oreja frases breves.
-Lo merece. Antonio. PorJile a ella también en el
túmulo. Junto a RaúL No los separemos nosotros ya
que la muerte aferró en el cuello ele él a ella por buscar
sus brazos yertos ....
Zamora.
a~ligido
y cansado, se retiró a su dormitorio.
Izquida y Martínez hicieron lo mismo no sin ordenar que
fuera un individuo donde el Comisario a participarle el
hal·lazgo para que trajera un médico que practicara la au–
topsia legal.