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FERNANDO OHAYES

A la luz mortecina y verdosa de las velas que se su–

maba a la desvaída y azu'lada de la luna que recortó ese

instante sus cuernos marfilinos en creciente en

el

cielo plo–

mizo, el bronce yacente de la india oprimiendo con las ma–

nos codiciosas y los labios tenaces la plata ensangrentada de

la cabeza del blanco amado que brotaba como una flor

alucinante del saco ·encubridor del crimen, formó una visión

ele sublime y beHo horror ....

Se encaminaron a la hacienda con los cadáveres a

cuestas. Silenciosos, abrumados por el pesar.

*

*

*

-Antonio !-llamó Zamora, haz poner los cadáveres

en la saía principal, librándoles de las ataduras. Que tu

mujer y tu hija wrreglen con unas mesas y muchas flores

una capilla ardiente.

Lloraba Don Ernesto.

-Y a la lVIanuela también le pongo? ·

No-repuso Zamora.

Bl viejo mayordomo se unió al patrón y le habló en

la oreja frases breves.

-Lo merece. Antonio. PorJile a ella también en el

túmulo. Junto a RaúL No los separemos nosotros ya

que la muerte aferró en el cuello ele él a ella por buscar

sus brazos yertos ....

Zamora.

a~ligido

y cansado, se retiró a su dormitorio.

Izquida y Martínez hicieron lo mismo no sin ordenar que

fuera un individuo donde el Comisario a participarle el

hal·lazgo para que trajera un médico que practicara la au–

topsia legal.