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FERNA¡\'DO CHAVES

po traviesa en dirección al pueblo que allá, en una hondo–

nada, dejaba yer como un oriflama ele rapiña

y

ele farsa,

el emblema sacro tras el que se amparan los fariseos de

hoy. que no son discípulos del Cristo del Sermón ele la

Montaña, sino ele Nlammón.

Raúl queclóse pensatiYo.

¿Qué podía pasar en el pue–

blo contra la maestrita a quien recordaba dulce, insinuan–

te. hermosa?

¿Por qué ese populacho ignaro espuma–

rajeaba contra ella amenazante?

Recordó ele pronto. Alguien vió a la pobre chiqui–

lla regresar ele la hacienda o supo de su viaje.

Imaginó

las críticas soeces. · Acudieron a sus labios los comenta–

rios envenenados que el campesino hace en casos seme–

jantes. Un intenso dolor le turbaba por ser causa re–

mota del peligro que acechaba a la pobre mujer.

Grande debía ser el riesgo para que la Antúnez les

1nandara llamar con tanta premura.

De súbito le hirió en la frente el aletazo frío de la

yerc!acl

. . . . Las murmuraciones debieron llegar hasta

el pastor

y

su harén de beatas bigotudas.

Y

a le conocía

al sacerdote.

Se atrevió. cuando él fue a

la hacienda,

a censurarlo

inclirectament~

por sus correrías amorosas

que iban en mengua ele las del venerable. Raúl serenó

al

impul~ivo.

al avieso maniático con un buen regalo que

cerró su pico maldiciente para siempre.

Era él. e!' fraile inquisitorial

y

vicioso. el poseso de

delirio persecutorio

y

de manía cl.e grandezas el que había

desencadenado esa tormenta ei1 torno de la chiquilla nor–

malista.

Si. era esa seguramente la causa.

La muchacha conducía un faro.

Su enseñanza re-

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