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HOMOTIPO

267

Ahora bien, éste era precisamente ·el punto más difícil de resolver:

si las diferencias raciales observadas en América desde Alaska hasta

Tierra del Fuego, pueden o no pueden ser explicadas como variaciones

de un tipo primario, preexistente, y más o menos igualmente distribuído,

el que tuvo que adaptarse a diferentes regiones ancropogeográficas. Las

contestaciones de Brincon y Ameghino, y las respectivas analogías con

Eurasia y Africa no salen de juegos de palabras. Es cierto que en Africa

y Eurasia encontramos promiscuidades, variedades y mescizaciones, ya

exactamente analizadas en el pelo, iris, estatura, proporción de miem–

bros y morfología craneana. Pero, al explicar esos fenómenos, tenemos

allí la presencia, in·discutible, de tres cipos de humanidad bien definidos,

que, encontrándose o llegando a contacto una con otra, a raíz de migra-

. ciones, cuya serie pertenece parcialmente a la historia, han reaccionado

recíprocamente

ab immemorabili

sobre el mismo territorio:

el hombre

leucodermo, el xancodermo y el melanodermo.

No se encuentra en el mismo caso, nadie querrá dudarlo, una raza

americana

"única

y

sumamente pura"

(Kollmann)

"en que los extraños

no han producido sino influencias estrictamente locales"

(Ameghino),

y que, sin embargo, pt:esenta a observador oscilaciones tan amplias en

los caracteres exteriores y de aonsti;ucción del cuerpo,

y

en fa capacidad

craneana.

Sería, pues, el caso de controlar más exactamente el valor de ciertos

testimonios. ¿Cuantos indígenas

abía visto Ulloa, y de cuantas "na–

ciones", al escribir que, visto uno, s habían visto todos los indios? Se–

guramente menos que el infatigable v.Íajero Catlin, quien, al encontrar

primera clasificación ·quinaria del Hombre, en su forma ingenua y estrictamente

li–

gada al contorno de· los continentes, cuyo ejemplo clásico son las

Varietates

quinae

príncipes

de

BLUMENBACH,

De generis humani varietate nativa,

Gottingae,

1795.

No es así en el caso de negar, como quiere Ameghino, el concepto de área racial,

en ventaja de una promiscuidad teórica, a imagen del caos.

Considerando, p.

ej.

el Africa, si bien es cierto que en ella hay blancos y ne–

gros,

( es

ingenuo hablar de

rojos,

fuera del sentido con que

los

autores antiguos

llamaron a Egipcios y Fenicios), no es menos cierto que

los blancos, o más pro–

piamente los Mediterráneos, forman una zona ininterrumpida alrededor de su verda–

dero foco de difusión,

el

Mar Interno, y los negros, por su parte, continúan en ese

continente el área dibujada por los contornos del océano Indico, que esbozan la zona

de su

habitat.

Nadie niega que hay un error originario en las viejas denominaciones:

H omo

Afer, Homo Europaeus

y similares. Pero una vez sentado que los límites de los con–

tinentes no coinciden con los límites de difusión, no hay Jugar para atacar, especulando

en las palabras, el concepto substancial de

área,

el cual subsiste a pesar del hecho que

conservamos en uso ciertas denominaciones impropias,

tan solamente por razones his–

tóricas y prácricas.