HOMOTIPO
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Ahora bien, éste era precisamente ·el punto más difícil de resolver:
si las diferencias raciales observadas en América desde Alaska hasta
Tierra del Fuego, pueden o no pueden ser explicadas como variaciones
de un tipo primario, preexistente, y más o menos igualmente distribuído,
el que tuvo que adaptarse a diferentes regiones ancropogeográficas. Las
contestaciones de Brincon y Ameghino, y las respectivas analogías con
Eurasia y Africa no salen de juegos de palabras. Es cierto que en Africa
y Eurasia encontramos promiscuidades, variedades y mescizaciones, ya
exactamente analizadas en el pelo, iris, estatura, proporción de miem–
bros y morfología craneana. Pero, al explicar esos fenómenos, tenemos
allí la presencia, in·discutible, de tres cipos de humanidad bien definidos,
que, encontrándose o llegando a contacto una con otra, a raíz de migra-
. ciones, cuya serie pertenece parcialmente a la historia, han reaccionado
recíprocamente
ab immemorabili
sobre el mismo territorio:
el hombre
leucodermo, el xancodermo y el melanodermo.
No se encuentra en el mismo caso, nadie querrá dudarlo, una raza
americana
"única
y
sumamente pura"
(Kollmann)
"en que los extraños
no han producido sino influencias estrictamente locales"
(Ameghino),
y que, sin embargo, pt:esenta a observador oscilaciones tan amplias en
los caracteres exteriores y de aonsti;ucción del cuerpo,
y
en fa capacidad
craneana.
Sería, pues, el caso de controlar más exactamente el valor de ciertos
testimonios. ¿Cuantos indígenas
abía visto Ulloa, y de cuantas "na–
ciones", al escribir que, visto uno, s habían visto todos los indios? Se–
guramente menos que el infatigable v.Íajero Catlin, quien, al encontrar
primera clasificación ·quinaria del Hombre, en su forma ingenua y estrictamente
li–
gada al contorno de· los continentes, cuyo ejemplo clásico son las
Varietates
quinae
príncipes
de
BLUMENBACH,
De generis humani varietate nativa,
Gottingae,
1795.
No es así en el caso de negar, como quiere Ameghino, el concepto de área racial,
en ventaja de una promiscuidad teórica, a imagen del caos.
Considerando, p.
ej.
el Africa, si bien es cierto que en ella hay blancos y ne–
gros,
( es
ingenuo hablar de
rojos,
fuera del sentido con que
los
autores antiguos
llamaron a Egipcios y Fenicios), no es menos cierto que
los blancos, o más pro–
piamente los Mediterráneos, forman una zona ininterrumpida alrededor de su verda–
dero foco de difusión,
el
Mar Interno, y los negros, por su parte, continúan en ese
continente el área dibujada por los contornos del océano Indico, que esbozan la zona
de su
habitat.
Nadie niega que hay un error originario en las viejas denominaciones:
H omo
Afer, Homo Europaeus
y similares. Pero una vez sentado que los límites de los con–
tinentes no coinciden con los límites de difusión, no hay Jugar para atacar, especulando
en las palabras, el concepto substancial de
área,
el cual subsiste a pesar del hecho que
conservamos en uso ciertas denominaciones impropias,
tan solamente por razones his–
tóricas y prácricas.