EL PAIS DE LA SELVA
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ellos, sino en las leyendas de terror, por estos vanos .
invasores y el estampido de sus armas, difundidas en
las indiadas de entonces y trasmitidas á las genera–
ciones actuales, cuyos deshechos grupos viese pasar,
con un gesto doliente de derrota, por los tristes sen–
deros de la breña...
El azar me había puesto en presencia de Pérez y Ga–
briel, unidos fraternalmente, pero síntesis personales de
dos razas, de dos tradiciones, hijas genuínas de la selva,
diversas, si no antagónicas entre sí. Su recíproca lidia
centenaria, prue
ese antagonismo, pero notábase en
uno
y
otro la
nfJ.ueia inevitable de la espesur1l
'
común, hasta ser ,
mbas característica la compren-
ción esotérica d ·<avicia.
Me han dicho que los indios para curar á sus enfer–
mos , rondan al paciente, musitando monótonas plega–
rias, y que las viudas, para expresar su pena por los
esposos desaparecidos, plañen con llanto religioso á la
noche , durante varias lunaciones. Pero nada me
n~veló
·el
sentimi~n to
religioso de Gabriel, como el episodio,
del lodo inesperado, que ocurrió en Victoria. Había
piano en la estancia y le llevamos á una' pieza para que
bailase á su compás. Su asombro en el extraño apo–
sento fué indescriptible;
y
más aún, ante la fabulosa
y
negra
divigá,
como llaman al instrumento de sus
músicas. De pronto, entre las vueltas de su danza, se