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RICARDO ROJAS
el centro, con tal hambre del .matar
y
tal desprecio del
morir, que aterrorizaba
á
la
l\1uerle... Blandiendo
sables
á
diestro
y
siniestro, con ciego heroismo iban
dejando doble tendal de cadáveres,
á
las dos veras de
sus fatales
galopes.Noatinaban
á
comprender los indios
si aquellos animales eran seres inteligentes
ó
si aquellos
jinetes eran hombres cuadrúpedop : de tal guisa los
movimientos de ambos se armonizaban. Y agachado el
guerrero sobre el cuello de su caballo, encrespado de
crines, no se veía si la diestra que esgrünía á su ·flanco
la espada, era un brazo del hombre
ó
del bruto.
-
¡Despier a,
u
erro, despierta!
parecían vomitar en
sus roncos gr
0
(}
o os antiguos almogávares, gol-
peando con la
los escudos. Y confundíanse en un
clamor unán'
rear de los arcabuces
y
pisto-
,,,
las, la bélica algazara e los indios, el eco bullicioso de
los crótalos, el ululante son de los clarines, el broncí–
neo estridor de los broqueles,
y
los torpes tropeles de
aquellos corceles.
Todo esto se realizaba por cargas que se repitieron
las unas en pos de las otras, hasta que, al fin, los in–
dios apelaron á un supremo recurso. Concentrados en
compacto montón, á la manera de falange helénica,
espaldas con pechos
y
hombros con hombros, se unie–
ron todos, en una vasta muralla sólida de carne
y
de
hierro. Enristraron en derredor
y
en alto los chuzos,
erizándose de moharras como un desmesurado puerco–
espín.