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26

RICARDO ROJAS

el centro, con tal hambre del .matar

y

tal desprecio del

morir, que aterrorizaba

á

la

l\1uerle... Blandiendo

sables

á

diestro

y

siniestro, con ciego heroismo iban

dejando doble tendal de cadáveres,

á

las dos veras de

sus fatales

galopes.No

atinaban

á

comprender los indios

si aquellos animales eran seres inteligentes

ó

si aquellos

jinetes eran hombres cuadrúpedop : de tal guisa los

movimientos de ambos se armonizaban. Y agachado el

guerrero sobre el cuello de su caballo, encrespado de

crines, no se veía si la diestra que esgrünía á su ·flanco

la espada, era un brazo del hombre

ó

del bruto.

-

¡Despier a,

u

erro, despierta!

parecían vomitar en

sus roncos gr

0

(}

o os antiguos almogávares, gol-

peando con la

los escudos. Y confundíanse en un

clamor unán'

rear de los arcabuces

y

pisto-

,,,

las, la bélica algazara e los indios, el eco bullicioso de

los crótalos, el ululante son de los clarines, el broncí–

neo estridor de los broqueles,

y

los torpes tropeles de

aquellos corceles.

Todo esto se realizaba por cargas que se repitieron

las unas en pos de las otras, hasta que, al fin, los in–

dios apelaron á un supremo recurso. Concentrados en

compacto montón, á la manera de falange helénica,

espaldas con pechos

y

hombros con hombros, se unie–

ron todos, en una vasta muralla sólida de carne

y

de

hierro. Enristraron en derredor

y

en alto los chuzos,

erizándose de moharras como un desmesurado puerco–

espín.