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RICARDO ROJAS
-
todo co1no aquel río -
raza que creció fatalista cual
la quiso el azar de sus riegos providenciales en el sem–
brado local
y
que vivió soñadora, pues al cruzar el
bosque por las sendas obscuras, le dieron los cuchicheo5
de las folias, y los susurros del céfiro
y
el idioroa de
lo~
pájaros, una perenne sugestión de misLerios. Acaso
transformado aquel río cambiara el pueblo también ;
y
rne arriesgara á preguntárselo
á
Zupay, cuando avisté
la proximidad del Salado. Al aso1nar sobre la barranca,
estupendo cuadro de vaticinio se me reveló como en
los ensalmos n1efistofélicos del Fausto. La comarca,
antes virgen, desplegaba su actividad. Multitud de
confundidos
á
guisa de laboriosa
coln1ena, reme
í
l s elo en inverisimaes excava-
casitas blancas matizaban la banda
~-
opuesta. Se d'scernía en el oriente de la noche clarísima
una ciudad nueva-. Intigasta, el pueblo del Sol, que
los pedantes civilizadores hubieran llamado Helió–
polis. Sobre ella descollaban la torre esbelta de un
campanario
y
audaces chimeneas de fábrica. Venían de
lejos s'ilbatos de loco1notoras poten tes que perforaban
la sombra de' orando distancias. El cauce del río era
ancho,
y
sobre las aguas tranquilas, balsas
á
vapor se
deslizaban lentamei:ite, empenachadas de humo, á tre–
chos argentado por la luna. Pronto pasarían por allí
esos miE"mos bajeles, portadores de ingentes riquezas,
llevando la mies agrícola para la Europa agostada;
alfalfa y azúcares para los puertos litorales ; algodón y