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RICARDO ROJAS
Zupay volvió á sonreír; su sonrisa fué un trágico
resplandor de victoria, sobre sus mejillas devoradas por
lágrimas de fuego ...
Callados él y yo, advertí en el silencio que la balumba
del derru1nba1niento decrecía. Dijérase que a1nainaba
sus furias el azote, tras sus primeras entonaciones de
borrasca. No se oían ya tan broncos los frag ores del
niágara subterráneo. Esto mismo trocóse más · tarde
por algo menos confuso , se simplificó hasta no ser sino
una sonora onda tquida que gimiese al pasar entre dos
rocas. Paulati mente su voz fué afinándos e ; y en el
momento de ap
.. e U lejos,- su música indecisa me
repitió
lasno ~as
-
odulara Zupayen su llorosa quena.
Y
después ...
¡
a
! . . .
sentí la casoada, ni la melodía
silvestre, ni el murmurio del río; no vi ya ni
á
Zupay,
ni la selva, ni los astros nocturnos. Si fuese posible
explicar ese estado singularí süno, diría que , perdida la
conciencia de mi propia unidad, conserYaba , sin em- .
bargO", la conciencia de la nada exterior ... Si los que
han dejado de existir algo saben, debe ser a sí la sensa–
ción de la muerte.
Y
pasaron instantes que pudieron ser un segundo ó
la
eternidad.
Y
de aquella negación inefabl e surgió un
hecho definitivo. Llegó á mis oídos algo como un pre-