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EL PAIS DE LA SELVA

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n1aderas para las ciudades industriosas, durmientes

para los rieles que iban á atravesar la joven Patagonia.

Ni Zupay ni yo osábamos decir una palabra. Invisibles

y

mudos desde nuestra propia tiniebla, avizorábamos

con ojos ávidos aquella formidable explosión de vida.

Pero, nostálgico de más felices antaños, se desató por

, fin

su lengua en exclamaciones frenética s . Según él,

ya no, existía el Salado de las tradiciones, porque ante

semejante espectáculo, no se atrevería la lVIul'ánima

á

saltar

~sta

zanja, como acaso lo hacía, dejando al des–

gaire su brida de plata, para batir las alas de sus ijares

sobre el cuello e-stirado del viento ; y el lúgubre Kacuy

emigraría

á

1

ue

a

nas de la América, ten1eroso de

turbar con. su plani @la melodía de esas olas; y el Ru–

nauturuncu pereceri-a Rediento más bien que descender

al vado ele la arrane ,

a

abrevar en sus aguas, con su

fauce de tigre; y nunca jamás tornaríamos

á

sentir en

al tierra el galope del Toro satánico, que asolara los

bosques del Saladillo.

La pena de Zupay, así como su voluntad de perecer

provenían de que al rectificar el c<¡tuce, grandes ca–

ñadas del trayecto, volcándose en el plano jnclinado de

la región, corrieron

á

insu-mirs c, por azar funesto, en

las negras cavernas de una Salamanca.

lnvitó1ne á seguir, para llevar111e hasta ellas,

y

le

acompañé sin reparo : ni le ruborizaba la evidente de-