![Show Menu](styles/mobile-menu.png)
![Page Background](./../common/page-substrates/page0148.jpg)
130
RICARDO ROJAS
tura, ésta debía morir, á pesar del ángel bueno que
acompaña invisible la dulce vida de los niños.
A medida que la noche bajaba, fué tornándose má:,
roja la fogata que teníamos en medio. Hablába1nos
poco; y llegó á poner término al interesante serano, un
huracán que sopló del norte, pues como en la punta
del viento vienen pestes
y
inales, nos
apresura~nos
á
guarecernos en la casa.
Solos allí, rodeados por el desierto
y
por la sombra,
habíamos evocado el alma de los antepasados, sin
inás testigo
s¡
í~itu
móvil de la llama divini-
01
e prünitivas. Habíamos dicho
l.-"*"-'~""''""'
- ~s
popular; habíamos nombrado'
según la a "rología campesina, las constelaciones que
tachonaban el cielo; habíamos recitado estrofas y tara–
reado los aires de las músicas nativ3:s; habíamos reco–
rrido las plantas y animales de la selva, desde el que–
bracho, -
quebrador de las hachas, -
hasta los yuyos
más blandos, desde el atrevido puma hasta el travieso
don Juan, vida llena de edificantes ejemplos ... Nos ha–
bíamos recogido ya, y comenzaba á rumiar los diálogos
recientes, cuando s.entí ahí cerca, bajo los árboles, un
interesante coloquio, del dueñ.o de casa y su cuñado,
despiertos aún.
Dialogaban los gauchos bajo el alar de la chóza. Casi
junto á ellos negreaba el bosque. Todavía quemaban