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RICARDO ROJAS

tura, ésta debía morir, á pesar del ángel bueno que

acompaña invisible la dulce vida de los niños.

A medida que la noche bajaba, fué tornándose má:,

roja la fogata que teníamos en medio. Hablába1nos

poco; y llegó á poner término al interesante serano, un

huracán que sopló del norte, pues como en la punta

del viento vienen pestes

y

inales, nos

apresura~nos

á

guarecernos en la casa.

Solos allí, rodeados por el desierto

y

por la sombra,

habíamos evocado el alma de los antepasados, sin

inás testigo

í~itu

móvil de la llama divini-

01

e prünitivas. Habíamos dicho

l.-"*"-'~""''""'

- ~s

popular; habíamos nombrado'

según la a "rología campesina, las constelaciones que

tachonaban el cielo; habíamos recitado estrofas y tara–

reado los aires de las músicas nativ3:s; habíamos reco–

rrido las plantas y animales de la selva, desde el que–

bracho, -

quebrador de las hachas, -

hasta los yuyos

más blandos, desde el atrevido puma hasta el travieso

don Juan, vida llena de edificantes ejemplos ... Nos ha–

bíamos recogido ya, y comenzaba á rumiar los diálogos

recientes, cuando s.entí ahí cerca, bajo los árboles, un

interesante coloquio, del dueñ.o de casa y su cuñado,

despiertos aún.

Dialogaban los gauchos bajo el alar de la chóza. Casi

junto á ellos negreaba el bosque. Todavía quemaban